jueves, 29 de mayo de 2014

Romper el Círculo.


La primera vez que subí este "cosa" se lo dedicaba a Pablo, él ya sabe por qué.

No sabía muy bien cómo había llegado al coche. Recordaba salir de casa temprano y tener la intención de trabajar duro en su proyecto un día más. Era un día de los buenos. De los días en los que la esperanza parece brillar al final de no se sabe qué; de los que se tiene la sensación de que todo saldrá bien al final sin comprender muy bien cómo. Oirían su voz, todo el mundo la oiría. Si cambiaba algo o no, él habría cumplido con su parte. Y entonces sonaron pasos en su espalda, muy ligeros. Alguien lo abrazó desde atrás y un olor extraño en el trozo de tela que le cubrió nariz y boca fue lo último de lo que tuvo conciencia.

Despertó en medio de bruma y sintió que estaba en movimiento, al abrir los ojos la luz le entró hasta el fondo del cráneo como una saeta en llamas. Creyó oír una voz desde el lado opuesto al habitáculo en el que se hallaba que decía algo así como que si ya estaba despierto o algo parecido, no fue hasta una media hora más tarde cuando pudo hacerse un cuadro de lo que había pasado en realidad.

Tenía las manos sujetas en la espalda con lo que al tacto le parecían unas esposas y alguien se había molestado en sentarlo dignamente en el asiento trasero de un coche que no lograba identificar. Desde luego no era un experto en coches y desde su punto de vista parecía un coche normal sin ningún distintivo, no era un híbrido, eso sí podía decirlo y por el ruido del motor, éste iba con gasoil. La pegatina en la esquina derecha de la luna frontal decía que tenía que pasar la ITV ese mismo año en noviembre. Llevaba puesto el cinturón de seguridad y cayó en la cuenta de que sus pies también estaban atados; al mirar abajo descubrió una soga sintética verde, azul y amarilla. De fondo sonaba el equipo de música con algo que no logró identificar. La letra decía algo como: it’s making me smile the way that you move, so hidden…

—Buenos días, princesa, —dijo de nuevo la conductora del vehículo. Desde su posición y mirando en todos los espejos interiores del coche podía ver que era una mujer vestida de oscuro con gafas de sol de esas que usan los aviadores. Llevaba el pelo, oscuro y rizado, recogido en una trenza que le caía por la espada. Nariz recta, piel clara y salpicada de pecas. No era bueno calculando edades pero tendría más o menos su edad, quizá algo menos. 
—Esto es un secuestro, si no conoces la ley, —alcanzó a decir titubeante. 
—Claro que es un secuestro ¿por quién me tomas? —su voz era suave y melódica, tal fuera más joven de lo que parecía desde atrás, —es un secuestro y podrás irte cuando hayamos terminado. Ni antes ni después. 
—¿Podré… irme? ¿Terminado? —la bruma en su cabeza se disipaba poco a poco. 
—Podrás irte, sí. Cuando nos hayas escuchado. 
—¿A quiénes? 
—¡A nosotras! 
—¿…Nosotras? 
—¡No! No nosotras, —soltó el volante con su mano derecha y trazó un círculo en aire abarcándolos a los dos, —a nosotras, —se señaló a sí misma y luego fuera. —Tú ya te oyes bastante a ti mismo, ahora te toca escucharnos. —No supo qué decir ni estaba seguro de haber entendido qué quería decir la misteriosa joven. El paisaje le era familiar, estaban saliendo de Madrid, con suerte su imagen quedaría registrada en alguna cámara de seguridad y darían con él si la cosa se ponía fea. Aunque no estaba muy seguro de cuánto tardarían. 
—¿Dónde vamos? 
—A casa. 
—Mi casa no queda por ahí, —la mujer se rió con ganas aunque sin malicia y se limitó a responder que la casa estaba en nosotros. Cosa que no entendió. Seguramente fuese una cita de algo. Desde luego no había surtido ningún efecto ya que él no la había reconocido si era lo que se suponía que debía hacer. 
—¿Tienes miedo? —le preguntó al cabo de un rato con su voz dulce y carente de matiz perverso. Tenía acento del norte. 
—¿Debería? —inquirió; ella volvió a reírse en el mismo tono y pisó un poco el acelerador. No quería cederle nada a su secuestradora. 
—No, supongo que no, —lo miró por el retrovisor del centro por encima del cristal de sus gafas. Tenía los ojos oscuros. Lo más probable es que desde fuera del coche no se notase que iba prisionero, pero podría gritar y pedir ayuda en algún puesto de peaje si es que paraban en alguno. Y ciertamente no tenía miedo, no mucho. Un poco, tal vez. Ella no parecía peligrosa pero eso era precisamente lo inquietante de la situación no sabía a qué atenerse. No era la primera vez que le amenazaban por algo -era parte de su trabajo, la parte desagradable-, aunque técnicamente ella no le había amenazado con nada aún, sin embargo las otras veces sí sabía lo que iba a pasar después. Ahora, en cambio, se sentía en paz pese a todo, como si hubiera dejado de importarle lo demás. 
—Mientes, pero tú sabrás. Si paso por el peaje… ¿Gritarás? 
—Creo que sí. 
—Has dicho que no tenías miedo. 
—No me gusta que me lleven contra mi voluntad. 
—Si paramos y te suelto… ¿Intentarás huir? 
—Supongo que sí, claro. Creía que había quedado claro lo de “contra mi voluntad”. 
—Si te hubiera preguntado no habrías querido venir. Siento que hayas pasado miedo, era necesario. Si te sirve de consuelo barajé muchas opciones y la que usé es la única que no implicaba sangre.
—Yo creo que te habría escuchado si me hubieses preguntado, —la mujer volvió a reírse franca y sonoramente. 
—Claro que me hubieras escuchado pero no habría servido de nada. Así, al menos pensarás más en lo que dices y haces al respecto. Tendrás tiempo y nos escucharás y nos verás. A muchas, —suspiró, —entonces ¿no te suelto? 
—Puedes probar, pero intentaré escapar. 
—No quiero hacerte daño. Me echarían la bronca si llegas herido. 
—¿Quiénes? 
—Las demás. 
—¿Y quiénes se supone que son “las demás”? —esta vez no hubo risa pero la intuía silenciosa en el fondo de su cabeza. 
—Eres un listillo. Supongo que te lo han dicho unas cuantas veces. 
—Unas cuantas, sí. 
—Pues tendrás que esperar. Paciencia. Lo sabrás cuando llegue el momento etcétera. Esas cosas que se dicen para tranquilizar a la gente, you know
—Sé defenderme, tú también te harás daño. No es mi primera pelea.
—Bueno, la mía tampoco, —la vio sonreír y mirarlo por encima de sus gafas oscuras de nuevo y esta vez sí sintió miedo. Ella tomó un desvío y se salió de la autopista. 
—El camino largo entonces, —suspiró.

Perdió la cuenta del tiempo que llevaban en la carretera, sólo sabía que era de noche. Y que iban en dirección norte. Habían parado en un área de servicio solitaria y se había servido el combustible ella misma, se alejó para pagar unos minutos pero tuvo la precaución de dejar el coche cerrado. No tenía sentido escapar. Se había quedado callada y no había vuelto a soltar prenda en horas. De vez en cuando lo miraba por el espejo retrovisor aunque no tenía ni idea de qué le pasaba por la cabeza. La vio volver desde la caseta de la gasolinera y cómo se estiraba antes de volver a sentarse al volante y poner la llave en el contacto. No era más grande que él pero tampoco más pequeña, seguramente pesase algo menos pero parecía en forma cosa que él no podría compensar. En la camiseta de algodón de tono oscuro alcanzó a leer el título de una novela de Ray Bradbury. Se convenció de que no tendría sentido oponerle resistencia, además llevaba todo el día en la misma postura y empezaba a resentirse. —Necesito ir al baño, —le dijo cuando salieron a la carretera. 
—¿Mucho?

Asintió.

—Entiendo. —La carretera era de doble sentido y de vez en cuando había árboles, se desvió por un sendero que debía conducir a alguna casa solitaria y aparcó en la cuneta. Al abrir la guantera, la mujer sacó un arma automática que no logró identificar. Un escalofrío le recorrió la columna. Las armas significaban que iba en serio. Ella salió del coche y le abrió la puerta, desató su cinturón de seguridad y lo sacó del coche con bastante facilidad. Le temblaban las rodillas y hacía frío. El coche era gris oscuro casi negro, un modelo común popular por su precio económico, su madre tenía uno igual en otro color. Un detalle le llamó la atención: los cristales de la parte trasera estaban tintados, era posible que no hubiera quedado registrado en ninguna cámara si ella había sido lo bastante cuidadosa.

—No pienso soltarte, tendrás que apañarte como puedas. Te ayudaré si lo necesitas. —La miró de cerca y le pareció más joven de lo que había pensado. Olía ligeramente a perfume. Procuró que todo fuese lo más rápido posible aunque no le apremió, no podía verla estando a su espalda pero le pareció que intentaba respetar en cierto modo su intimidad y que le resultaba tan incómodo como a él. Cuando terminaron volvió a meterle en el coche y colocarle de nuevo como si no estuviera maniatado. Ella volvió a sentarse al volante y sacó el coche de nuevo a la carretera secundaria por la que circulaban. Suspiró y encendió la radio. 
—¿Falta mucho? —si bien no se había asustado mucho al principio, el hecho de que fuese totalmente de noche empezaba a inquietarlo y el silencio que su secuestradora había mantenido casi todo el viaje no contribuía a tranquilizarlo. 
—No. Ya casi estamos. Una hora o dos como mucho. 
—Me duele todo. 
—Lo sé, pero no me fío de ti. 
—Yo tampoco me fío de ti, —la mujer dejó escapar una carcajada. De algún modo extraño, cada vez que se reía tenía la sensación de que todo saldría bien y al mismo tiempo le inspiraba cierto temor, como si no pudiese controlar nada nunca más, como si nunca lo hubiese controlado. 
—Tú no tienes que fiarte de mí. Estás a mi merced. Puedo hacer lo que quiera contigo, —sonrió sólo a medias. 
—No todo lo que quieras, —ella volvió a reírse. Y él se sintió ridículo, lo estaba mirando por el retrovisor otra vez y se reía mucho, con los ojos también. Notó cómo se le subía el color a las mejillas. 
—No voy a hacerte daño. Te lo prometo. 
—No te creo, —maldito fuera, otra vez, se sentía pequeño y ella sonría divertida, debía parecerle patético intentando mantener una compostura que hacía tiempo que había perdido. 
—Bueno, hasta ahora no te he hecho nada. 
—¡¿Qué?! —la voz le salió muy aguda y se le quebró, —m-me has metido en un coche, atado y drogado y… ¿cómo te atreves? —esta vez no se rió pero tampoco le pareció que su expresión fuese de preocupación. Sin embargo no contestó ni hizo además de tener intención de hacerlo. —Ya no te ríes tanto, ¿eh? 
—Oye. No hago esto por gusto. Ya te he dicho que lo pensé mucho, no sabía qué otra forma podía emplear sin que dejases de tomarme en serio o me escuchases con atención. Además ellas querían hablar contigo en persona. —Él se revolvió en el asiento trasero intentando acomodarse. ¿Arrepentimiento? ¿Podría insistir…? 
—¿Quiénes son ellas? 
—Lo verás cuando llegue el momento.
—Eso no inspira mucha confianza…
—Mira, chaval, seré muy clara: lo que tú pienses, sientas o te cosquillee en el cogote no es asunto mío. No tengo que demostrarte nada… —esta vez fue ella quien se sonrojó. Sus palabras habían sonado resentidas y era consciente de ello, había dejado entrever más de lo que le hubiera gustado, estaba seguro. 
—¿Es tu primer secuestro? 
—No, —la afirmación no admitía réplica. Categórica y segura. Firme. Y qué voz tan melódica, seguro que contaba unas historias dignas de ser oídas. No supo muy bien por qué había pensado eso en aquel momento. 
—¿Por qué yo? 
—¿No lo sabes? ¿No puedes imaginártelo? —el tono volvió a ser jocoso, otra vez para ella era evidente algo que se le escapaba. 
—¿… es por…? —preguntó con cautela. 
—Sí. Y no. Es por eso, pero no somos quienes crees. No creo que sepas nada de nosotras… A no ser que hayas leído el Libro y eso no es posible: el Libro lo tengo yo. 
—¿Qué? ¿Qué libro? No es por… ¿No? 
—Sí. No escuchas, ¿no te oyes? Estás aquí por lo que crees. Sólo… Olvídalo, esta vez he sido yo quien se ha pasado de lista. Lo entenderás todo a su debido tiempo.

A medida que había ido avanzando la noche, el paisaje había empezado a cambiar a su alrededor. Los faros dejaban entrever un intrincado panorama arbóreo a ambos lados de la carretera que poco a poco se había ido convirtiendo en un sendero. Tenía muchísima sed y hambre. Ella lo miraba de vez en cuando, debía saberlo sin duda pero no había vuelto a abrir la boca desde la última confrontación y él ya no tenía ánimos para indagar más en los motivos que podía tener esa mujer para llevarlo atado en el asiento trasero de su coche. Suspiró sin querer.

—Ya casi estamos, —aseguró desde el volante su acompañante. Al empezar a anochecer había sustituido las gafas de aviador por unas de ver y empezaba a fruncir el ceño como si ya no pudiese forzar más la vista.
—¿Dónde estamos? —murmuró. 
—Cerca. ¿Ves aquel carbayu? El que más sobresale a la izquierda —señaló un punto incierto en el paisaje, —ahí es. 
—No sé qué árbol es ése, —musitó, —tengo mucha sed. 
—Un roble. Sé que tienes sed. Y hambre, probablemente. Cuando lleguemos, aguanta, serán unos minutos, —sonaba tan confiada que decidió creer que decía la verdad, además quería creerlo de veras. Estaba muy cansado y quería acabar con aquello cuanto antes. Ella le había prometido que lo dejaría libre, ¿no? ¿Y si mentía? ¿Y si no volvía a ver nunca más a nadie? ¿Y si era lo último que iba a ver, la senda, los árboles, las nubes recortadas contra el cielo azabache por la luz de la luna llena? Se sintió desfallecer y el coche aminoró notablemente y finalmente se paró en un claro. 
—Aquí es, —la mujer se bajó del coche y abrió la puerta trasera para desabrochar su cinturón. Se sentía muy débil y ni se movió mientras ella apoyaba las manos en su cuello para, supuso, tomarle el pulso. Las tenía frías. 
—Estás hecho una porquería, la madre que te parió, —comentó en un tono jocoso que lo sacó de quicio, —yo pensaba que aguantarías más. Y eso que no te he hecho nada. 
—Vete a la mierda, jodida loca, —esta vez sí se rió con esa risa suya tan inquietamente luminosa. —¿Insultos? Esperaba más de ti, —se sacó una navaja de cazador del bolsillo trasero del pantalón y sin darle tiempo a reaccionar, cortó la soga que le ataba los pies. —Eres libre. Yo cumplo mis promesas, —comentó mientras abría lo que comprobó que eran unas esposas, —ahora te daré agua; tengo en el maletero y algo de comer también. Si quieres.

Cambiar de postura fue un alivio y un dolor. Ahora era libre, instintivamente miró en el asiento delantero donde ella había dejado el arma automática pero no la vio. Las llaves tampoco estaban en el contacto. 
—Si la estás buscando, está en la guantera, —la oyó decir, —está descargada pero podrías dejarme inconsciente de un golpe, supongo. Espero que no lo intentes, no creo que lo consigas. —Volvía con una botella de agua y un paquete de galletas que le tendió, —aquí tienes. Puedes beber tranquilo, no está envenenada, —sonrió, —si quieres puedo beber yo antes.

»¿A quién mierdas le importaba ya si estaba envenenada o no? ¡Tenía que escapar! Bebió. Tras los primeros sorbos se sintió muchísimo mejor aunque hinchado. Ella estaba abriendo las galletas con la navaja pero levantó la vista en el momento en que él evaluaba cómo podría hacer para derribarla y salir corriendo. 
—Puedes irte si es lo que deseas, claro, —le sostenía la mirada con firmeza, como si a través de ella pudiera disuadirlo, —pero me gustaría que me acompañases. 
—¿Acompañarte? ¿Dónde? No te conozco de nada, ¡ni tú a mí! ¿Por qué iba a hacer algo así? ¡Me has drogado para traerme aquí! 
—Cierto. Aún tienes miedo. 
—¿Miedo? ¿Miedo? ¡No sé lo que tengo! Lo que sé es que estoy hasta las pelotas de esta chorrada. Estás como una cabra y no tengo nada que ver con tu juego de loca, —ella parecía muy tranquila, quizás si la empujaba… 
—Ni se te ocurra. 
—¡¿Qué?! 
—Empujarme. Lo estás pensando, me estás evaluando, —suspiró, —sólo quiero que me escuches y me ayudes con un asunto. Después te llevaré donde quieras y fingiremos no habernos visto nunca.
—¡Estás loca! 
—Es posible, eso no lo voy a negar. Pero hago esto porque me importa mucho. —señaló el tronco de un árbol enorme al final del claro, —más allá de ahí puedes entrar solo pero nunca llegarás al mismo sitio que si cruzas conmigo. Estás convencido de que estoy loca y lo entiendo. Esto, supongo, tampoco ayuda a que me creas. —Lo miró fijamente, —si sigues solo, probablemente te pierdas y te hagas daño, o te encuentre un oso o lobos. Con suerte alguien te encontrará y serás noticia por haber sido hallado vagando solo por los Picos de Europa. 
—¿Esto es Cantabria? 
—No, —frunció el ceño, —¡claro que no! Se supone que es Asturias, pero a partir del roble puede no serlo. 
—Ya…

La mujer tensó su postura, tomó aire y murmuró que le habían advertido que era muy difícil que lograse traer a alguien, que el círculo era eterno y que no podía romperse. Otras antes lo habían intentado y nunca había salido como pretendían. Tendría que intentarlo de otro modo. No. No podía dejarse vencer tan fácilmente. 
—Estás chiflada. —Ella decidió ignorarle y avanzó ligera, casi flotando hasta el borde del claro donde la maleza se espesaba hasta formar una maraña intrincada que prohibía el paso con espinas y zarcillos. Aún llevaba el cuchillo en el bolsillo trasero del pantalón. Con parsimonia la vio separar las ramitas con las manos hasta formar un pequeño túnel por el entrar al bosque. No sabía qué hacer. ¡Las llaves del coche! ¿Dónde las había dejado? No las veía por ningún sitio. Se puso en pie con dificultad ya que aún tenía las piernas doloridas, el estómago le rugió con ferocidad. Decidió coger el arma que había en el asiento delantero por si acaso pero pesaba mucho y no tenía dónde guardarla para que no le entorpecieses en caso de lucha. Era bastante consciente de que no tenía las de ganar. Había dejado el maletero abierto y el paquete de galletas yacía junto a lo que –con horror comprobó- parecía un enorme cuervo muerto.

Cuando la mujer oyó sus pasos a la espalda, se volvió como un rayo y lo miró inquisitivamente, como evaluando cuáles eran sus intenciones. La luz de la luna le daba un tono pálido a su piel que parecía brillar en la penumbra. Él deseó tener una linterna a mano para ver qué había al otro lado del agujero en la maleza. 
—Tenemos que ir juntos. Si no te perderás, —susurró. Ahora que lo había soltado parecía haber perdido toda la seguridad que había emanado durante el trayecto como si hubiera perdido la energía o la fe o quién sabía qué. O tal vez fuera la luz. De cerca era un poco más baja que él y los hombros, algo huesudos, se agitaban con su respiración nerviosa y un poco entrecortada. No podría asegurarlo pero la trenza se le había deshecho y yacía despeluchada a su espalda. Tras mucho pensarlo, le tendió una mano de dedos largos y delgados que a la luz de la luna parecían de otro mundo. 
—¿Dónde me llevas? 
—Al Círculo. Ellas necesitan verte aunque no estoy segura de qué quieren de ti… de mí, de los dos. O… No estoy segura. Pero tienes que entrar conmigo si no, no llegarás. 
—No entiendo, —oyó su risa tintada esta vez de nerviosismo, histeria quizá. Algo raro le pasaba a aquella muchacha, eso estaba claro. Ella suspiró largamente como armándose de paciencia. 
—Si te lo explico tardaremos mucho y se hará de día. Entra. Entiende solo y si no entendemos nada, intentaré que comprendas lo mejor que pueda, —no estaba seguro pero creyó verla sonreír. 
—No puedo ir sin saber más. 
—Claro que puedes, —sin previo aviso, lo agarró de un brazo y tiró hacia el túnel de hierba. No opuso resistencia apenas pero tampoco colaboró. Ambos cayeron al otro lado y ella se puso en pie rápidamente, en guardia.

Algo había cambiado. No sabría decir qué, le dolía un costado con el que se había golpeado al caer, tenía la boca llena de hierbajos. Trató de no emitir ninguna queja que delatase lo débil que se sentía.

La luz. La luz era distinta sin duda, era más clara. Seguía siendo de noche, se percató al mirar las estrellas pero se veía mejor, más claro. Rodó sobre sí mismo y a duras penas se puso de pie. El túnel había desaparecido y no quedaba ni rastro de la entrada que su acompañante había abierto minutos antes. 
—¿Dónde… Dónde estamos? —le dolía todo y tenía más hambre que nunca.
—Supongo que ahora ya podemos... —la trenza se había deshecho del todo y la melena oscura y rizada se movía suavemente como mecida por una brisa que él no lograba sentir. 
—Podemos qué. 
—Hablar. 
—¿De qué? —la mujer volvió a reírse cantarinamente, como si hubiera recuperado las fuerzas por arte de magia. 
—De por qué estás aquí, Alberto, —se sobresaltó al oír su nombre, al fin y al cabo ¿quién era ella? ¿Cómo se llamaba? ¿La esperaba alguien en algún lugar fuera del claro?
—Sabes mi nombre, —dijo sin saber muy bien por qué. La esperada carcajada no se hizo esperar.
—Claro que lo sé. Te he traído hasta aquí yo ¿recuerdas? —recordaba el viaje envuelto en la bruma de un sueño, como si no hubiera ocurrido de verdad. Tan sólo hacía unos instantes, en realidad, desde que ella lo había liberado. Aún le dolían los músculos, las articulaciones. —Fue fácil dar contigo. Eres un nombre. 
—¿Un nombre? 
—Sí, uno que la gente conoce. Es fácil dar contigo, no tuve casi que esforzarme, usé internet y allí estaba todo. En la misma página de tu proyecto. Nombre, apellidos, lugar de trabajo… El resto fue coser y cantar. Te guste o no, eres público. Tu ámbito personal es político, querido, —se volvió sonriendo. 
—El tuyo también. El de todo el mundo. 
—Ya, ya, no me vengas con tecnicismos. Me entiendes perfectamente. No te he traído aquí para que me hables de teorías filosóficas, ni de historia contemporánea. 
—Soy profesor de historia, —sentenció sin poder evitar el tonillo pedante. Ella se volvió airada y contuvo una respuesta que no supo muy bien si hubiera sido ofensiva, mordaz o simplemente reveladora de algo que era obvio que no quería que él supiera. Se relajó un poco, «paciencia» se dijo, «se distraerá y tendré mi oportunidad».
Lo cierto, si tenemos que ser sinceras, es que Alberto Fernández Sastre, que es así como se llama nuestro héroe no tenía ni idea de qué podía hacer y qué le iba a ocurrir. Puedo asegurar sin duda que su espíritu aventurero y un poco inconsciente se había visto movido por la curiosidad y había decidido que la misteriosa mujer que lo acompañaba no era demasiado peligrosa. Por supuesto, había pensado que a la pobre le faltaba un tornillo o dos pero bueno había cosas peores en el mundo y quién sabía, tal vez aprendiera algo. Desde luego su plan para acabar con el Mal bien podía esperar un día o dos porque si nadie se había molestado en erradicarlo podían esperar un poco más.

La mujer le ayudó a levantarse y sin dejar de agarrarle el brazo delicada aunque firmemente, lo arrastró hacia la espesura.


miércoles, 21 de mayo de 2014

La constante de Norrell.


Siempre he sido una mujer muy descreída y por este motivo creo que no me sorprendió la fortuita casualidad de encontrármelo ahí en medio a todas horas. Sí, estaba ahí ¿y qué?, pensaba ingenua de mí. Al fin y al cabo la red es tan caótica como anárquica y sin sentido: las coincidencias surgen muchas veces fruto del azar y no van dirigidas por una mano invisible que, dado el momento, pueda tener más o menos poder. Además, ¿quién era yo? Una mujer normal en medio del caos, una persona con sus sueños y esperanzas diminutas como parte de la marabunta invisible que somos la mayoría de las personas. ¿Por qué iba a sucederme a mí? Y sin embargo allí estaba él, mirándome desde otro lado. Casualidad. Empecé a inquietarme cuando apareció en una ventana de una de las redes sociales en las que participo. Casualidad, volví a pensar. Los círculos, pensé. Son los mismos círculos, aficiones parecidas; tal vez gente en común, esa teoría sobre los seis grados de separación, me decía. Apareció muchas otras veces en muchos otros sitios, como por casualidad, pero siempre él. A veces tenía la sensación de que nos conocíamos desde hacía mucho, de que en realidad éramos viejos amigos del colegio, del instituto o de la universidad, antiguos compañeros de trabajo o quién sabe qué. Pero no. No nos conocíamos de nada. Nunca interactuamos tampoco. 
Cuando me llamaron para aquel oscuro trabajo, digo oscuro porque pese a que era muy deseado, era totalmente inaudito ya que yo no lo había solicitado -aunque estaba entre mis planes hacerlo a medio plazo-; su presencia se hizo más patente en mi vida. Ahora vivíamos en la misma ciudad. Para ser sincera, no había cambiado nada en su presencia en mi vida pero la repentina mudanza me hacía saber que estaba más cerca, que podía cruzármelo por la calle cualquier día y que yo miraría a otro lado y él sonreiría porque sabría sin duda que yo también la había visto y estaba disimulando. Al principio me lo tomaba como una broma porque aún no habíamos tomado el mismo metro a la misma hora, leyendo el mismo libro. Y sería casualidad, claro. La paranoia fue subiendo día a día cada vez que pisaba la calle pero al no suceder ninguno de los tan temidos encuentros, fue deshaciéndose en el tiempo hasta que yo me reía de mí misma por imaginar que alguien podía tener en cuenta mi existencia para algo más que ser figurante en las historias de los demás. Recuperé el buen humor y realmente estaba contenta con la oportunidad laboral que se me había brindado. Quizás las oportunidades existieran para un ser tan gris y pequeño como yo.

Y un día sucedió. No fue como yo lo había imaginado, claro. La realidad suele superar a la ficción cuando pone empeño en ello, es una jugadora implacable. Volvía a casa y era otoño. Los días eran cada vez más cortos y el tiempo ya era frío de verdad, aquél en concreto era neblinoso como no suelen serlo en esta horrible ciudad. Fue un instante. Apenas había gente en las calles y yo llevaba las manos metidas en los bolsillos, heladas. La bufanda me cubría el rostro hasta la nariz y el gorro de lana hasta las cejas, yo miraba al suelo pero guiada por no sé qué intuición levanté la vista y mis ojos se cruzaron con los suyos. Así sin más. Un relámpago. No miré atrás, continué mi camino a casa despacio, con el corazón desbocado y un silencioso grito de terror recorriéndome por dentro. Cerré la puerta con llave y la atranqué con una silla de la cocina. Bajé todas las persianas y apagué la luz. No quería que me viera, no quería que viera mi debilidad. El episodio de pánico fue cediendo y de nuevo, mi vida recobró la naturalidad. No se produjeron más encuentros en las siguientes semanas y pude volver a ser la que era en mi casa, en mi trabajo y entre mis amistades y personas conocidas varias.

Un buen día oí ruidos en el piso de al lado. Su inquilina, una mujer mayor propietaria de cinco gatos, se mudaba con uno de sus hijos para poder vivir más cómoda el resto de su existencia. Parecía muy feliz. Lo cierto es que me alegré por ella, hoy en día es difícil encontrar hijos dispuestos a cuidar de sus progenitores así, sin más, motu proprio. Me ofreció adoptar uno de sus mininos y acepté al más joven del quinteto: ella lo había llamado Norrell, un ejemplar gris y muy elegante. Norrell y yo nos caímos bien desde el principio, él entendía mis estados de ánimo y me dejaba en paz cuando quería estar sola. A cambio sólo pedía su ración de comida y que le rascase la tripa de vez en cuando. Nunca fue un gato especialmente cariñoso y yo se lo agradecía. Sin embargo, también entendía que había algo más a mi alrededor, como un aura extraña. A las pocas semanas de mudarse mi vecina volví a oír ruidos en la vivienda contigua. Norrell estaba inquieto y erizaba el lomo cada vez que se oía como en el piso de al lado colocaban un cuadro o arrastraban un mueble. Por supuesto yo me negué a entender lo que mi gato había comprendido desde el primer momento. Los seres humanos somos así de tontos. Un día me crucé con él en el ascensor y mi mente se resignó a creer por fin aquello que Norrell había preconizado, sin embargo me hice la fuerte y aguanté su presencia como si no sucediera nada, como si fuera lo más normal; casi estuve tentada a preguntarle si nos conocíamos de algo.

Terminé por acostumbrarme a su presencia, al fin y al cabo las personas somos así y él jamás dio señales de saber quién era yo. Cuando me dieron un puesto mejor en el trabajo me mudé y a mi gato no le gustó la idea así que se fugó en busca gatas o gatos o lo que quiera que le gustase al condenado.

Las redes sociales de mi anterior vecino se vieron de repente inundadas por la presencia de una extraña mujer que le parecía conocida, amiga de amigos tal vez, aficiones o gustos parecidos. Se sintió extrañamente observado aunque su mente de científico se negaba a creer que todo ello no fuera fruto de una casualidad. Una ominosa casualidad pero casualidad al fin y al cabo. Los círculos, supongo que pensó. Son los mismos círculos, aficiones parecidas; tal vez gente en común, esa teoría sobre los seis grados de separación, se decía a sí mismo el pobre hombre. Volvimos a vernos cuando le dieron un trabajo mejor y se mudó. Su gato me resultó vagamente familiar.

A veces todo se resume en círculos dentro de círculos que se cortan con otros círculos en uno u otro segmento pero la estructura sigue ahí: volviendo sobre sí misma en un eterno ir y retornar.