martes, 1 de julio de 2014

El Círculo dentro del Círculo.

Se movía delante con una agilidad pasmosa. No hacía ningún ruido al avanzar lo cual era inquietante cuanto menos. Apenas podía seguirla y tuvo que parar muchas veces porque o la perdía a ella o perdía el aliento. Como por arte de magia ella siempre sabía cuándo paraba aunque, bien pensado, él no era especialmente silencioso. Por fortuna ella le había tendido sus gafas nada más liberarlo y, al menos, podía ver claramente el suelo. Sin embargo ella se había quitado las suyas y avanzaba con seguridad entre la maleza. Pese a que era de noche, pese a que estaban en un bosque.

—Aún no me has dicho quién eres, —inquirió nuestro héroe con la lengua fuera y apoyándose en un árbol. Ella volvió dando saltitos mientras reía. Aún era más joven de lo que había supuesto o se había ido haciendo más joven según iban adentrándose en el bosque. 
—Soy una pequeña parte de ese elemento que pese a andar de continuo a la caza de Mal, sólo sabe hacer el Bien. 
—Muy graciosa, —ella se rió de nuevo sin un ápice de malicia, su pelo se movía como impulsado por una brisa que él no era capaz de sentir. 
—No. No recuerdas bien la cita. Yo no busco —enfatizó la palabra con un gesto de sus manos— el Mal, lo acecho, lo cazo… ¿Pero no es cierto que las cosas siempre tienen varios puntos de vista? ¿Que el Mal tuyo puede ser el Bien de otros y viceversa? El imperativo categórico es una herramienta falaz. 
—Vaya, así que además de criminal eres filósofa. 
—¿Lo soy? ¿Recitar lo que han dicho otros es filosofar?
Se dio la vuelta y continuó andando unos pasos, entonces pareció caer en la cuenta de algo y se volvió. 
—¿Puedes ver bien? ¿Necesitas luz? 
—Estoy bien, no pasa nada. 
—Si ves luces en el bosque no te acerques, perderemos tiempo aunque tengamos todo el del mundo. Quiero acabar esto cuanto antes. 
—Querría volver a casa. Me… Me dijiste que podría volver. Si tardo mucho me echarán en falta. Los compañeros, los alumnos… 
—Bueno, tranquilízate, al menos las alumnas no se acordarán de ti, —no se veía capaz de adivinar qué quería decir el tono que había empleado su captora. Podría ser muchas cosas pero sobre todo sabía que muchas veces las cosas no eran lo que parecían y que las palabras escondían significados ocultos en la entonación y la flexión. Ella parecía querer añadir algo pero volvió a avanzar dándole la espalda. Casi como un reflejo, como un gesto aprendido murmuró una disculpa. 
—No, si no me hab… has ofendido. En peores lides me he batido, amigo mío, —la mujer se volvió con los ojos abiertos y tapándose la boca con ambas manos, —empieza a apremiar, el tiempo no pasa igual aquí que fuera y…, —paró conteniendo las palabras, —empieza a afectarme, el bosque es más fuerte de lo que había esperado y no sé cuánto aguantaré sin que… Sin que… pueda llevaros presuroso… —la frase terminó con un escalofriante graznido que hizo despegar de las copas de los árboles a una bandada de pájaros o eso pensó él que por algún motivo mantenía la cabeza fría pese al extraño comportamiento de la mujer a la que el pelo le había crecido tres palmos desde que habían entrado en el bosque. 
—¿Por qué tienes un cuervo muerto en el maletero? —preguntó sin pensar. Ella lo miró fijamente como si valorase el esfuerzo de hablar para responderle. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, en el fondo de su mirada brillaba algo que interpretó como locura o fiebre. 
—No es un cuervo, —enfatizó sus palabras negando enérgicamente con la cabeza, —no lo es.
Alberto no estaba seguro de lo que había visto y no insistió, ella lo miraba implorante, apremiada por una urgencia que le costaba mucho controlar. Volvió a graznar pero esta vez no hubo movimiento entre la maleza. Se oyó, sin embargo, un cántico y una luz hizo titilar las sombras. 
—Las habéis llamado, —susurró la mujer, —las habéis llamado, —hacía pucheros como una criatura, parecía a punto de echarse a llorar, —ahora tenemos que dar un rodeo. No nos dejarán llegar al Círculo, me buscan. 
—¿Quiénes? —susurró él también, —¿qué está pasando? 
—Tienen muchos nombres, son mi séquito —musitó, —¡seguidme y no hagáis tanto ruido! —se deslizó por debajo de las ramas de una conífera y no le quedó más remedio que seguirla. Cómo corría la condenada. Reconoció para sí que él no estaba tan en forma como debiera, que los proyectos, las protestas y todo lo demás le absorbían demasiado como para poder dedicarse tiempo. Además no era importante… ¿Quién le iba a decir que iba a tener que correr por el bosque en plena noche siguiendo a una chiflada que ve cosas, imita ¡y guarda muertos! animales y que además lo había traído contra su voluntad. Estaba claro que la vida de intelectual no casaba bien con la vida de cazador. De vez en cuando su acompañante saltaba grácilmente y el pelo le ondeaba, negro, cual bandera pirata. Se rió de su ocurrencia él solo ya que ella iba demasiado adelantada como para a ver oído nada. 

La mujer paró junto a una extraña estructura que le recordó a los menhires que había por todo el territorio celta, al verla de cerca observó que tenía círculos concéntricos tallados. Era cálida al tacto. La mujer había perdido los zapatos y corría descalza con el pelo lleno de hojas y ramas, y la ropa llena de tierra. La mujer apartó las agujas de pino del suelo cercano a la extraña roca y sacó algo que parecía una hoz oxidada, algo que parecía una espada romana y una guadaña que parecía nueva. Las sopesó unos instantes y se colgó ambas del cinturón, después se libró del resto de su ropa que sacudió de tierra y hojas y dejó doblada al lado de la gran roca marrón al tiempo que sujetaba con fuerza la guadaña con ambas manos. Nuestro protagonista decidió no comentar nada, ya no se oían los cánticos y empezaba a clarear. 
—¿Yo también tengo que…? 
—Shhh… —lo ignoró, —ya estamos cerca, —de pronto parecía insegura otra vez, como antes de entrar en el bosque. Su respiración era entrecortada y parecía muy cansada. Bajo sus ojos había sendos cercos oscuros y el color había huido de sus mejillas, —no sé cuánto más aguantaré. La echo de menos, tal vez hice algo mal… El Libro no era claro al respecto… No sé qué hallaremos tras el Verde. 
—Pero yo no tengo que… ¿También…? —insistió por si acaso. 
—¿No tenéis qué? —recorrió el claro con la mirada, —¿la ropa? ¿vos? ¡No! —la carcajada fue incisiva como un puñal y sí notó esta vez -¡por fin!- malicia en ella.

Alberto decidió no entender nada porque quería acabar cuanto antes con aquella tontería, si tenía que esperar en silencio que así fuera. El claro en el que había parado estaba cercado de árboles con los troncos muy juntos. A sus espaldas había una abertura por la que habían entrado, en el centro el menhir, todo formaba un círculo casi perfecto. El Círculo. Ella volvió a graznar una vez, dos y una tercera. En su pelo se habían enredado un puñado de plumas negras como la noche pero casi no se veían en la melena oscura y rizada. Los árboles del claro empezaron a agitarse en cuando sonó el tercer grito y una bandada de córvidos se alzó de entre sus ramas. La mujer empezó a avanzar en dirección opuesta a la entrada y Alberto casi no pudo ahogar un grito de asombro cuando los árboles se separaron para dejarlos pasar. 

Tras los árboles hacía fresco y el cielo no se veía porque estaba cubierto por las densas copas que empezaban a verdear en aquella época del año. Sintió una punzada cuando al mirar atrás se había cerrado la entrada. Si tuviera que decir la verdad, Alberto no podría decir si estaban ya allí cuando los árboles volvieron a su sitio o si habían aparecido después pero bajo la bóveda arbórea había tres figuras sentadas formando un perfecto triángulo equilátero: una desenredaba una madeja que la otra tejía afanosamente mientras la tercera destejía la tela y formaba un ovillo que la primera desenredaba con habilidad. La primera era una niña de unos ocho años de cabellos castaños y lacios y grandes ojos verdes; la segunda era una anciana coronada por la nieve cuyo rostro tenía las arrugas de toda una vida de sufrimientos y la tercera era una mujer madura cuya melena entrecana estaba trenzada a su espalda. 
«Las Parcas», no pudo evitar la más que evidente comparación. 
Sin levantar la vista de la labor, la más vieja de las tres mujeres empezó a reírse suavemente con un sonido milenario, como si un árbol fuera quien riese. Las otras dos, contagiadas la imitaron: la risa de la mujer de mediana edad era franca y sonora y la de la niña cristalina como una campanilla de plata. —Y aquí están de nuevo, mirad —dijo la anciana. 
—Aquí están de nuevo, la Dama y el Guardián. 
—Sí, aquí están, la señora de los cuervos y el tozudo mataperros. 
Las tres rieron al unísono. Ignorando por completo la presencia de los dos extraños, la anciana continuó. 
—Han venido a romper el Círculo. No saben el que el Círculo es eterno y no debe romperse. Las cosas son como han de ser y nosotras no podemos evitarlo. 
—No. No podemos. 
—No podemos. No. 
Nuestro héroe sabía que siglos atrás las leyendas norteñas hablaban de seres mágicos pero siempre había pensado que era más sensato centrarse en otras parcelas de la Historia, el pasado reciente ayudaría a evitar errores del futuro. Ahora le sería útil saber más aunque no tuviera ningún sentido lo que estaba viendo y se preguntara si todo formaba parte de algún loco sueño. Mientras divagaba, la anciana había rejuvenecido al tiempo que la niña había crecido y la de la trenza entrecana se había hecho anciana. La niña que ya no era una niña, presentaba un avanzado estado de gestación. 
—¿A qué has venido, roane? —dijo la tejedora mirando directamente a la mujer que lo había arrastrado hasta allí, —¿a qué has venido? ¿Sabes lo qué has hecho al meterte en el bosque, niña? «¡Roane!», de modo que se llamaba así. 
—Tengo el Libro, —contestó sin más la tal Roane.
—Ah, el Libro, sí. Siempre el dichoso Libro. Os dije que era una mala idea, —sentenció dirigiéndose a las otras dos, —ya era difícil lo que quería la condesita. 
—Y la reina. No olvides a la reina, —dijo la embarazada. 
—No. La reina no tenía el Libro, la reina sabía. Reconocía nuestro poder. 
—La olvidaron. Dicen que su obra no fue suya sino de aquel que vino siguiéndola, —la anciana arrugaba la nariz como si oliera algo desagradable. 
—El extranjero. 
—El extranjero, —corroboró la tejedora, con un escalofrío de terror.
—No. La condesita sí tenía el Libro, pero desconfiaba. Como tú, roane. 
La mujer las miraba con una mezcla de temor y curiosidad.
—¿Cómo sabéis que soy una roane? —«¡Una roane!», así que ése no era su nombre. 
—¿Lo veis? —la tejedora miraba a sus compañeras, —otra igual. ¿Y quién diablos es el flaco, niña? No nos gustan los que son como él, —señaló a Alberto con una aguja sin cesar en ningún momento su labor. 
—Ay, Madre, es el Guardián. Como el extranjero. Como el chico. 
—Ninguno sirve ni para coger agua en un vaso. No sé por qué los siguen trayendo, ellas solas pueden. Ellas solas. Solas. Solas siempre. 
—El chico no quería. Vino a convencerla de que tuviera paciencia. 
—El extranjero era egoísta y se creía poseedor de la verdad. Creía ser el dueño de la reina.
—La Verdad, —dijo la anciana. 
—La Verdad, —asintieron las otras. 
Las tres mujeres empezaron a reírse con ganas y sus carcajadas retumbaron como campanas de bronce en la bóveda verde; cuando acabaron, la tejedora era una niña de cabellos negros como la noche, la embarazada se había vuelto una anciana de ojos fieros y la de la trenza era una adolescente pelirroja. 
—Y dime, Guardián, —la niña lo miraba fijamente con sus brillantes ojos negros en los que latía una chispa de ironía, —¿por qué estás aquí? ¿Qué es lo que más quieres? 
Alberto estaba paralizado. Aquella a quien llamaban roane, apostada a su lado en la peculiar reunión le susurró que tuviera cuidado, que las hadas no mentían nunca pero que su verdad no tenía por qué coincidir con la nuestra. 
—Oooh, —se maravilló la doncella pelirroja al oír el susurro, —la roane ha leído el Libro. 
—¡Claro que lo ha leído, estúpida! —la cortó la tejedora, —si no, no sería una roane, sería como el flaco. La roane es como la condesa, pero se ha atrevido a ir más allá, se ha atrevido a conjurarla. A la Dama. No sabe lo que conlleva. 
—La hemos oído reír. Ríe como nosotras. No es como las otras roane, ella puede volar. Tiene el pelo lleno de plumas. 
—Ha invocado a la Dama. 
—La Dama, la Dama, —susurró la anciana. 
La tejedora se aclaró la garganta y volvió a clavar sus ojos en Alberto. 
—Dinos, flaco, ¿a qué has venido? 
No sabía qué decir. Él siempre se había considerado una mente científica y ahora no tenía ni idea de qué estaba pasando ni se sentía capaz de procesar el hecho de que las tres criaturas fueran cambiando de edad. No sabía tampoco cómo encajar el comentario sobre las hadas y las verdades. No sabía nada. —No sé, —respondió titubeante. 
—¡Vaya!, —graznó la anciana, —otro tonto. 
—¡Otro! Sí. 
—Sí, ¡otro! —corearon las otras dos. 
—Al menos sabe que es idiota, —rió la niña de ojos azabache. 
—Saber no es siempre bueno, Hermana. Saber lo es. Y mira qué trazas trae. Irrespetuoso. 
Las otras dos empezaron a reírse y las hojas que cubrían el suelo como una alfombra se revolvieron con la brisa, la mujer que lo había arrastrado hasta el claro se reía también muy suavemente como había hecho al principio del viaje. No sabía cómo podían tener ese ánimo, él tenía un nudo en el estómago. 
—Está aquí por mi voluntad, —aclaró la raone, —le he obligado a estar presente. 
—¿Y eso por qué? 
—Para que no olvide. 
Las tres figuras asintieron con convicción, como si entendieran algo que escapaba al resto de presentes. 
La conductora del evento, la mujer de la bufanda gris y la trenza oscura que ya no era una trenza interrumpió la cancioncilla de risas con un estruendoso graznido que dejó heladas a las hilanderas y a nuestro amigo el flaco. No sabía muy bien por qué no sentía miedo ni asombro, sin embargo observó que su captora desplegaba tras de sí una pareja perfecta de alas negras de un tamaño monstruoso.
—La muerte, —susurró la anciana mirando a la figura que se erguía orgullosa en el claro.
—La guerra, —siseó la pelirroja. 
—La vida, —sentenció la niña. 
Las tres afirmaron enérgicamente mirándose las unas a las otras. 
—Dinos, Dama, ¿qué quieres de nosotras, tus humildes siervas? 
La mujer alada las contempló en silencio, escrutándolas. 
—¿Qué soy? —inquirió con una voz que no parecía la suya. 
—El alfa y el omega. 
—El principio y el fin. 
—El Círculo. 
Ahora sí que no entendía nada. ¿Por qué diablos…? No. Es que no sabía ni qué preguntarse, no entendía cuál era su papel ni quién o por qué le habían arrastrado allí. Si era para insultarle, en fin, se le antojaba ridículo. Tal vez lo necesitaran para sacrificarlo, recordaba haber leído alguna historia al respecto en su época universitaria. Las paparruchas precristianas nunca le había llamado la atención. Él despreciaba todo aquello que oliese a religión fuera del tipo que fuera y sin embargo, allí estaba con las parcas y alguien que le había parecido una loca peligrosa a la que le habían salido alas.
—Necesito valor, —dijo el ángel negro, —tengo mucho miedo.
—No lo necesitas, tú eres quien lo inspira, tú tienes ese poder, mi Dama, —dijo la tejedora, —las otras vinieron por sus propios motivos: una estrategia, un ideal. A las dos las olvidaron y tú también serás olvidada. Usar el Libro tiene un coste y lo intuiste nada más verlo. Sabías que desatabas algo que no podías controlar y lo usaste sin temor alguno, no sé qué creías que ocurriría… 
—¿Qué pasará ahora? 
—No lo sé. Nosotras no tenemos ese poder, sólo controlamos lo que pasa aquí. Sin la pregunta adecuada no sabemos responder. No sabemos qué pretende el flaco aunque sí que para ti juega algún papel en la… en la… 
—En la estrategia, —acabó la frase la doncella. 
—¿Lo recordará? 
—Sí. Y tú, pero no como crees. 
—La Historia iba a devorarlo. No podía permitirlo, tiene un plan. 
La anciana contempló largamente la figura alada con una expresión de pena infinita. Cuándo entenderían que no podían sobreescribir sin más, que toda causa tenía su consecuencia. Cuándo aprendería la roane que no ser devorado por la Historia no implicaba precisamente ser recordado o escuchado o quién sabe qué. Tampoco implicaba que los planes por muy trazados que estuvieran salieran bien. 
—Se cobrará víctimas igualmente. 
—Lo escucharán. 
—No lo sabemos. 
—No importa, hacedlo. Os lo ordeno.

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