lunes, 7 de julio de 2014

No tiene importancia: hoy he ido a la playa sin depilarme. Y sigo siendo feliz.

Estoy muy orgullosa: he ido a la playa sin depilarme y no ha pasado nada. No creo que nadie se haya fijado y si lo han hecho, ojos que no ven, corazón que no siente. Parece un tontería pero ha requerido cierta dosis de valor, sobre todo porque me encanta luchar conmigo misma y me decía mientras iba en el autobús "pero para ti no es ningún esfuerzo, casi no tienes vello, cuatro pelitos mal puestos. Morenos como yo, eso sí. No tiene mérito. Gallina". A veces tengo la sensación de que hay una especie de código no escrito entre mujeres que dicta que si no te depilas es que no eres limpia o que si no te depilas seguro que tienes liendres como mínimo y no es así. Yo estoy muy limpia y huelo crema hidratante. Lo juro. Lo llaman imposición social, para mí es más como una lápida pesada dentro de mí que me urge a hacer eso porque es lo que debo, como un código de honor. El Bushido de las mujeres occidentales. Pero es rara la ocasión en la que veo a una moza de mi edad o menos o más mal depilada o directamente con las melenas al viento, el 90% de la veces la moza esa soy yo. Lo reconozco además de depilarme poco, cuando lo hago lo hago fatal, como con desgana (lo cual es... bueno, cierto).
Sé que es un tema recurrente todos los veranos y que muchas nos planteamos si hacerlo o si no. Yo odio depilarme con toda mi alma. La primera vez que lo hice tenía catorce años y usé cera fría. Lo recuerdo perfectamente porque arden en mi cabeza cicatrices mentales y físicas. Fue en aquella dorada época de los noventa en la que estaban de moda aquellos chándales con cremalleras en las perneras. ¿Los recordáis? Estaban hechos de un material indestructible que no necesitaba plancharse y secaba en cero coma. Mi madre aún usa aquellos mismos pantalones de chándal para estar por casa. Y siguen siendo exactamente iguales. Recuerdo que un compañero de clase vino tooooodo el camino a casa de vuelta del insti riéndose de lo que él en un alarde de ingenio juvenil denominó "mis lianas". Mentiré si digo que jamás me he sentido más humillada, pero aún así yo tenía muchas ganas de partirle la cara. De decirle cerrase la jodida boca, faltoso de mierda. Creo que algo le dije, no lo recuerdo. Sé que se rió más y continuó su cruzada por anunciar al resto de viandantes las maravillas de mis pantorrillas. Creo que cerré las cremalleras y siguió riéndose. Ese misma tarde compré cera fría y me depilé. Fue HORRIBLE. Mi piel se volvió morada durante semanas. Aún así volví a depilarme con cera dos o tres veces más. Lo que es el masoquismo. Luego decidí que no me depilaría nunca más y estuve sin hacerlo durante un tiempo. Aunque es cierto que nadie vio mis piernas lo que duró ese intervalo en el que traté de decir si quería seguir siendo una niña que no se depila o un hombre que tampoco. Probé ambas. Ninguna salió bien. Al final de ni adolescencia opté por depilarme sólo cuando fuera imprescidible enseñar las piernas y lo haría con crema.

Y este fue mi plan durante muuuuuuchos años, pero la crema es algo que odio también. Huele fatal. Es pringosa y a saber de qué mierdas está hecha. La crema depilatoria al igual que la cera ES EL MAL. Hace un par de años que me depilo con cuchillas pero sigo teniendo la piel terriblemente sensible. La última vez que me torturé fue hace un mes, cuando acabé tenía la piel tan tirante que sentía como si me hubiese quemado. Cuando empezó a salir de nuevo el pelo me salieron pequeñas heridas en muchas de las raíces y muchos de ellos salieron bajo la piel. Esto me pasa la mayoría de las veces que uso crema o cuchilla. Es incómodo por no decir molesto o incluso doloroso. Así que he decidido tomarme un tiempo. El sábado me pasé la mañana al solete leyendo y hoy fui a la playa. Y no pasó nada. También es cierto que fui sin gafas y con una novela que me tenía tan absorta que no presté a atención a nada más. Ni ganas, oigan. Yo soy muy feliz así. Así que sed vosotras mismas y depiláos o no, que al fin y al cabo, igual da.

martes, 1 de julio de 2014

El Círculo dentro del Círculo.

Se movía delante con una agilidad pasmosa. No hacía ningún ruido al avanzar lo cual era inquietante cuanto menos. Apenas podía seguirla y tuvo que parar muchas veces porque o la perdía a ella o perdía el aliento. Como por arte de magia ella siempre sabía cuándo paraba aunque, bien pensado, él no era especialmente silencioso. Por fortuna ella le había tendido sus gafas nada más liberarlo y, al menos, podía ver claramente el suelo. Sin embargo ella se había quitado las suyas y avanzaba con seguridad entre la maleza. Pese a que era de noche, pese a que estaban en un bosque.

—Aún no me has dicho quién eres, —inquirió nuestro héroe con la lengua fuera y apoyándose en un árbol. Ella volvió dando saltitos mientras reía. Aún era más joven de lo que había supuesto o se había ido haciendo más joven según iban adentrándose en el bosque. 
—Soy una pequeña parte de ese elemento que pese a andar de continuo a la caza de Mal, sólo sabe hacer el Bien. 
—Muy graciosa, —ella se rió de nuevo sin un ápice de malicia, su pelo se movía como impulsado por una brisa que él no era capaz de sentir. 
—No. No recuerdas bien la cita. Yo no busco —enfatizó la palabra con un gesto de sus manos— el Mal, lo acecho, lo cazo… ¿Pero no es cierto que las cosas siempre tienen varios puntos de vista? ¿Que el Mal tuyo puede ser el Bien de otros y viceversa? El imperativo categórico es una herramienta falaz. 
—Vaya, así que además de criminal eres filósofa. 
—¿Lo soy? ¿Recitar lo que han dicho otros es filosofar?
Se dio la vuelta y continuó andando unos pasos, entonces pareció caer en la cuenta de algo y se volvió. 
—¿Puedes ver bien? ¿Necesitas luz? 
—Estoy bien, no pasa nada. 
—Si ves luces en el bosque no te acerques, perderemos tiempo aunque tengamos todo el del mundo. Quiero acabar esto cuanto antes. 
—Querría volver a casa. Me… Me dijiste que podría volver. Si tardo mucho me echarán en falta. Los compañeros, los alumnos… 
—Bueno, tranquilízate, al menos las alumnas no se acordarán de ti, —no se veía capaz de adivinar qué quería decir el tono que había empleado su captora. Podría ser muchas cosas pero sobre todo sabía que muchas veces las cosas no eran lo que parecían y que las palabras escondían significados ocultos en la entonación y la flexión. Ella parecía querer añadir algo pero volvió a avanzar dándole la espalda. Casi como un reflejo, como un gesto aprendido murmuró una disculpa. 
—No, si no me hab… has ofendido. En peores lides me he batido, amigo mío, —la mujer se volvió con los ojos abiertos y tapándose la boca con ambas manos, —empieza a apremiar, el tiempo no pasa igual aquí que fuera y…, —paró conteniendo las palabras, —empieza a afectarme, el bosque es más fuerte de lo que había esperado y no sé cuánto aguantaré sin que… Sin que… pueda llevaros presuroso… —la frase terminó con un escalofriante graznido que hizo despegar de las copas de los árboles a una bandada de pájaros o eso pensó él que por algún motivo mantenía la cabeza fría pese al extraño comportamiento de la mujer a la que el pelo le había crecido tres palmos desde que habían entrado en el bosque. 
—¿Por qué tienes un cuervo muerto en el maletero? —preguntó sin pensar. Ella lo miró fijamente como si valorase el esfuerzo de hablar para responderle. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, en el fondo de su mirada brillaba algo que interpretó como locura o fiebre. 
—No es un cuervo, —enfatizó sus palabras negando enérgicamente con la cabeza, —no lo es.
Alberto no estaba seguro de lo que había visto y no insistió, ella lo miraba implorante, apremiada por una urgencia que le costaba mucho controlar. Volvió a graznar pero esta vez no hubo movimiento entre la maleza. Se oyó, sin embargo, un cántico y una luz hizo titilar las sombras. 
—Las habéis llamado, —susurró la mujer, —las habéis llamado, —hacía pucheros como una criatura, parecía a punto de echarse a llorar, —ahora tenemos que dar un rodeo. No nos dejarán llegar al Círculo, me buscan. 
—¿Quiénes? —susurró él también, —¿qué está pasando? 
—Tienen muchos nombres, son mi séquito —musitó, —¡seguidme y no hagáis tanto ruido! —se deslizó por debajo de las ramas de una conífera y no le quedó más remedio que seguirla. Cómo corría la condenada. Reconoció para sí que él no estaba tan en forma como debiera, que los proyectos, las protestas y todo lo demás le absorbían demasiado como para poder dedicarse tiempo. Además no era importante… ¿Quién le iba a decir que iba a tener que correr por el bosque en plena noche siguiendo a una chiflada que ve cosas, imita ¡y guarda muertos! animales y que además lo había traído contra su voluntad. Estaba claro que la vida de intelectual no casaba bien con la vida de cazador. De vez en cuando su acompañante saltaba grácilmente y el pelo le ondeaba, negro, cual bandera pirata. Se rió de su ocurrencia él solo ya que ella iba demasiado adelantada como para a ver oído nada. 

La mujer paró junto a una extraña estructura que le recordó a los menhires que había por todo el territorio celta, al verla de cerca observó que tenía círculos concéntricos tallados. Era cálida al tacto. La mujer había perdido los zapatos y corría descalza con el pelo lleno de hojas y ramas, y la ropa llena de tierra. La mujer apartó las agujas de pino del suelo cercano a la extraña roca y sacó algo que parecía una hoz oxidada, algo que parecía una espada romana y una guadaña que parecía nueva. Las sopesó unos instantes y se colgó ambas del cinturón, después se libró del resto de su ropa que sacudió de tierra y hojas y dejó doblada al lado de la gran roca marrón al tiempo que sujetaba con fuerza la guadaña con ambas manos. Nuestro protagonista decidió no comentar nada, ya no se oían los cánticos y empezaba a clarear. 
—¿Yo también tengo que…? 
—Shhh… —lo ignoró, —ya estamos cerca, —de pronto parecía insegura otra vez, como antes de entrar en el bosque. Su respiración era entrecortada y parecía muy cansada. Bajo sus ojos había sendos cercos oscuros y el color había huido de sus mejillas, —no sé cuánto más aguantaré. La echo de menos, tal vez hice algo mal… El Libro no era claro al respecto… No sé qué hallaremos tras el Verde. 
—Pero yo no tengo que… ¿También…? —insistió por si acaso. 
—¿No tenéis qué? —recorrió el claro con la mirada, —¿la ropa? ¿vos? ¡No! —la carcajada fue incisiva como un puñal y sí notó esta vez -¡por fin!- malicia en ella.

Alberto decidió no entender nada porque quería acabar cuanto antes con aquella tontería, si tenía que esperar en silencio que así fuera. El claro en el que había parado estaba cercado de árboles con los troncos muy juntos. A sus espaldas había una abertura por la que habían entrado, en el centro el menhir, todo formaba un círculo casi perfecto. El Círculo. Ella volvió a graznar una vez, dos y una tercera. En su pelo se habían enredado un puñado de plumas negras como la noche pero casi no se veían en la melena oscura y rizada. Los árboles del claro empezaron a agitarse en cuando sonó el tercer grito y una bandada de córvidos se alzó de entre sus ramas. La mujer empezó a avanzar en dirección opuesta a la entrada y Alberto casi no pudo ahogar un grito de asombro cuando los árboles se separaron para dejarlos pasar. 

Tras los árboles hacía fresco y el cielo no se veía porque estaba cubierto por las densas copas que empezaban a verdear en aquella época del año. Sintió una punzada cuando al mirar atrás se había cerrado la entrada. Si tuviera que decir la verdad, Alberto no podría decir si estaban ya allí cuando los árboles volvieron a su sitio o si habían aparecido después pero bajo la bóveda arbórea había tres figuras sentadas formando un perfecto triángulo equilátero: una desenredaba una madeja que la otra tejía afanosamente mientras la tercera destejía la tela y formaba un ovillo que la primera desenredaba con habilidad. La primera era una niña de unos ocho años de cabellos castaños y lacios y grandes ojos verdes; la segunda era una anciana coronada por la nieve cuyo rostro tenía las arrugas de toda una vida de sufrimientos y la tercera era una mujer madura cuya melena entrecana estaba trenzada a su espalda. 
«Las Parcas», no pudo evitar la más que evidente comparación. 
Sin levantar la vista de la labor, la más vieja de las tres mujeres empezó a reírse suavemente con un sonido milenario, como si un árbol fuera quien riese. Las otras dos, contagiadas la imitaron: la risa de la mujer de mediana edad era franca y sonora y la de la niña cristalina como una campanilla de plata. —Y aquí están de nuevo, mirad —dijo la anciana. 
—Aquí están de nuevo, la Dama y el Guardián. 
—Sí, aquí están, la señora de los cuervos y el tozudo mataperros. 
Las tres rieron al unísono. Ignorando por completo la presencia de los dos extraños, la anciana continuó. 
—Han venido a romper el Círculo. No saben el que el Círculo es eterno y no debe romperse. Las cosas son como han de ser y nosotras no podemos evitarlo. 
—No. No podemos. 
—No podemos. No. 
Nuestro héroe sabía que siglos atrás las leyendas norteñas hablaban de seres mágicos pero siempre había pensado que era más sensato centrarse en otras parcelas de la Historia, el pasado reciente ayudaría a evitar errores del futuro. Ahora le sería útil saber más aunque no tuviera ningún sentido lo que estaba viendo y se preguntara si todo formaba parte de algún loco sueño. Mientras divagaba, la anciana había rejuvenecido al tiempo que la niña había crecido y la de la trenza entrecana se había hecho anciana. La niña que ya no era una niña, presentaba un avanzado estado de gestación. 
—¿A qué has venido, roane? —dijo la tejedora mirando directamente a la mujer que lo había arrastrado hasta allí, —¿a qué has venido? ¿Sabes lo qué has hecho al meterte en el bosque, niña? «¡Roane!», de modo que se llamaba así. 
—Tengo el Libro, —contestó sin más la tal Roane.
—Ah, el Libro, sí. Siempre el dichoso Libro. Os dije que era una mala idea, —sentenció dirigiéndose a las otras dos, —ya era difícil lo que quería la condesita. 
—Y la reina. No olvides a la reina, —dijo la embarazada. 
—No. La reina no tenía el Libro, la reina sabía. Reconocía nuestro poder. 
—La olvidaron. Dicen que su obra no fue suya sino de aquel que vino siguiéndola, —la anciana arrugaba la nariz como si oliera algo desagradable. 
—El extranjero. 
—El extranjero, —corroboró la tejedora, con un escalofrío de terror.
—No. La condesita sí tenía el Libro, pero desconfiaba. Como tú, roane. 
La mujer las miraba con una mezcla de temor y curiosidad.
—¿Cómo sabéis que soy una roane? —«¡Una roane!», así que ése no era su nombre. 
—¿Lo veis? —la tejedora miraba a sus compañeras, —otra igual. ¿Y quién diablos es el flaco, niña? No nos gustan los que son como él, —señaló a Alberto con una aguja sin cesar en ningún momento su labor. 
—Ay, Madre, es el Guardián. Como el extranjero. Como el chico. 
—Ninguno sirve ni para coger agua en un vaso. No sé por qué los siguen trayendo, ellas solas pueden. Ellas solas. Solas. Solas siempre. 
—El chico no quería. Vino a convencerla de que tuviera paciencia. 
—El extranjero era egoísta y se creía poseedor de la verdad. Creía ser el dueño de la reina.
—La Verdad, —dijo la anciana. 
—La Verdad, —asintieron las otras. 
Las tres mujeres empezaron a reírse con ganas y sus carcajadas retumbaron como campanas de bronce en la bóveda verde; cuando acabaron, la tejedora era una niña de cabellos negros como la noche, la embarazada se había vuelto una anciana de ojos fieros y la de la trenza era una adolescente pelirroja. 
—Y dime, Guardián, —la niña lo miraba fijamente con sus brillantes ojos negros en los que latía una chispa de ironía, —¿por qué estás aquí? ¿Qué es lo que más quieres? 
Alberto estaba paralizado. Aquella a quien llamaban roane, apostada a su lado en la peculiar reunión le susurró que tuviera cuidado, que las hadas no mentían nunca pero que su verdad no tenía por qué coincidir con la nuestra. 
—Oooh, —se maravilló la doncella pelirroja al oír el susurro, —la roane ha leído el Libro. 
—¡Claro que lo ha leído, estúpida! —la cortó la tejedora, —si no, no sería una roane, sería como el flaco. La roane es como la condesa, pero se ha atrevido a ir más allá, se ha atrevido a conjurarla. A la Dama. No sabe lo que conlleva. 
—La hemos oído reír. Ríe como nosotras. No es como las otras roane, ella puede volar. Tiene el pelo lleno de plumas. 
—Ha invocado a la Dama. 
—La Dama, la Dama, —susurró la anciana. 
La tejedora se aclaró la garganta y volvió a clavar sus ojos en Alberto. 
—Dinos, flaco, ¿a qué has venido? 
No sabía qué decir. Él siempre se había considerado una mente científica y ahora no tenía ni idea de qué estaba pasando ni se sentía capaz de procesar el hecho de que las tres criaturas fueran cambiando de edad. No sabía tampoco cómo encajar el comentario sobre las hadas y las verdades. No sabía nada. —No sé, —respondió titubeante. 
—¡Vaya!, —graznó la anciana, —otro tonto. 
—¡Otro! Sí. 
—Sí, ¡otro! —corearon las otras dos. 
—Al menos sabe que es idiota, —rió la niña de ojos azabache. 
—Saber no es siempre bueno, Hermana. Saber lo es. Y mira qué trazas trae. Irrespetuoso. 
Las otras dos empezaron a reírse y las hojas que cubrían el suelo como una alfombra se revolvieron con la brisa, la mujer que lo había arrastrado hasta el claro se reía también muy suavemente como había hecho al principio del viaje. No sabía cómo podían tener ese ánimo, él tenía un nudo en el estómago. 
—Está aquí por mi voluntad, —aclaró la raone, —le he obligado a estar presente. 
—¿Y eso por qué? 
—Para que no olvide. 
Las tres figuras asintieron con convicción, como si entendieran algo que escapaba al resto de presentes. 
La conductora del evento, la mujer de la bufanda gris y la trenza oscura que ya no era una trenza interrumpió la cancioncilla de risas con un estruendoso graznido que dejó heladas a las hilanderas y a nuestro amigo el flaco. No sabía muy bien por qué no sentía miedo ni asombro, sin embargo observó que su captora desplegaba tras de sí una pareja perfecta de alas negras de un tamaño monstruoso.
—La muerte, —susurró la anciana mirando a la figura que se erguía orgullosa en el claro.
—La guerra, —siseó la pelirroja. 
—La vida, —sentenció la niña. 
Las tres afirmaron enérgicamente mirándose las unas a las otras. 
—Dinos, Dama, ¿qué quieres de nosotras, tus humildes siervas? 
La mujer alada las contempló en silencio, escrutándolas. 
—¿Qué soy? —inquirió con una voz que no parecía la suya. 
—El alfa y el omega. 
—El principio y el fin. 
—El Círculo. 
Ahora sí que no entendía nada. ¿Por qué diablos…? No. Es que no sabía ni qué preguntarse, no entendía cuál era su papel ni quién o por qué le habían arrastrado allí. Si era para insultarle, en fin, se le antojaba ridículo. Tal vez lo necesitaran para sacrificarlo, recordaba haber leído alguna historia al respecto en su época universitaria. Las paparruchas precristianas nunca le había llamado la atención. Él despreciaba todo aquello que oliese a religión fuera del tipo que fuera y sin embargo, allí estaba con las parcas y alguien que le había parecido una loca peligrosa a la que le habían salido alas.
—Necesito valor, —dijo el ángel negro, —tengo mucho miedo.
—No lo necesitas, tú eres quien lo inspira, tú tienes ese poder, mi Dama, —dijo la tejedora, —las otras vinieron por sus propios motivos: una estrategia, un ideal. A las dos las olvidaron y tú también serás olvidada. Usar el Libro tiene un coste y lo intuiste nada más verlo. Sabías que desatabas algo que no podías controlar y lo usaste sin temor alguno, no sé qué creías que ocurriría… 
—¿Qué pasará ahora? 
—No lo sé. Nosotras no tenemos ese poder, sólo controlamos lo que pasa aquí. Sin la pregunta adecuada no sabemos responder. No sabemos qué pretende el flaco aunque sí que para ti juega algún papel en la… en la… 
—En la estrategia, —acabó la frase la doncella. 
—¿Lo recordará? 
—Sí. Y tú, pero no como crees. 
—La Historia iba a devorarlo. No podía permitirlo, tiene un plan. 
La anciana contempló largamente la figura alada con una expresión de pena infinita. Cuándo entenderían que no podían sobreescribir sin más, que toda causa tenía su consecuencia. Cuándo aprendería la roane que no ser devorado por la Historia no implicaba precisamente ser recordado o escuchado o quién sabe qué. Tampoco implicaba que los planes por muy trazados que estuvieran salieran bien. 
—Se cobrará víctimas igualmente. 
—Lo escucharán. 
—No lo sabemos. 
—No importa, hacedlo. Os lo ordeno.

jueves, 5 de junio de 2014

Algo como el Formulario A38.


La mujer avanzaba por la calle con la cabeza gacha, muy pegada a los vetustos edificios de la universidad porque llovía a cántaros y no tenía paraguas. Tampoco es que le hubiese servido de mucho dada la circunstancia ya que además de la lluvia que amenazaba tornarse nieve, el viento soplaba como hacía meses que no lo hacía. En resumen, era una soberana tontería llevar un paraguas porque hubiera acabado volando o roto, además nuestra protagonista iba envuelta en varias capas de ropa de las cuales una bufanda gruesa y gris la protegía de las inclemencias del tiempo. De debajo de la lana sobresalía un mechón oscuro y rizado que se agitaba en la dirección que marcaba el vendaval. Llevaba en bandolera una cartera marrón.

La puerta del edificio administrativo pesaba mucho y no quedaba claro si abría hacia dentro o hacia fuera. De hecho tenía dos puertas, una de las cuales estaba cerrada con llave aunque la mujer de la bufanda gris no lo sabía y tiraba empecinada hacia dentro y hacia fuera sin resultado alguno. Alguien salió por la puerta del lado contrario y entonces fue cuando con un gruñido de enfado entró en el hall.

Casi no tuvo tiempo a desenfadarse ya que una oleada de calor la golpeó sin previo aviso obligándola a quitarse una a una las prendas con las que iba forrada. La bufanda, el abrigo, una chaqueta gruesa, una chaqueta más fina… Hasta que quedó en camiseta. Su camiseta rezaba “proper tea is theft” y tenía una taza de té negro estampada. Finalmente limpió de lluvia los cristales de sus gafas con el borde de la prenda dejando al descubierto parte de su vientre. Varios estudiantes que salían la miraron mientras ella trataba de agarrar toda su ropa y su cartera. Probó de varias maneras y fue dejando desperdigado por el pasillo parte de su vestuario. Un chaval de unos veinte años recogió algunas prendas y se las acercó, ella parecía no haberse dado cuenta y rebuscaba en la cartera -que se había empapado con la lluvia- mientras juraba a media voz cosas que no puedo poner en este sitio tan fino. La señora que estaba delante de ella la miraba de reojo y aguantaba las ganas de santiguarse ante tamañas blasfemias.

Tras un tiempo que le pareció eterno, le llegó por fin su turno en la ventanilla. La funcionaria le pidió amablemente que esperase unos momentos puesto que era su hora del descanso y debía, por ley, salir del recinto y beberse una taza de café. En realidad no es verdad… La funcionaria sencillamente cerró la ventanilla y sentenció que en unos momentos la atendería una compañera, al cerrar se la oyó comentar que se iba a tomar el café y que si alguien se iba a con ella para tener conversación. Al menos tuvo la decencia de no clamar por un buen té, también es cierto que en España no se estilan estas bebidas.

Nuestra heroína esperó delante de la ventanilla cerrada preguntándose cómo era posible que hubiera tanto calor en el edificio administrativo. Sentía ganas de abanicarse con algo y optó por hacerlo con una carpeta plastificada que extrajo de su cartera a tal fin. Mientras, podían observarse a los miembros de cuerpo de funcionarios hablar por teléfono, teclear en sus ordenadores o abanicarse. No podría asegurarlo pero creyó ver cómo uno de ellos se hacía un margarita en una coctelera. La mayoría vestían prendas de verano y tenían las mejillas arreboladas de la temperatura de la sala. Detrás de la mujer de bufanda gris se estaba formando una cola de personas de lo más variopintas y una chica con aspecto desvalido intentaba sacar agua de una máquina expendedora sin éxito, seguramente fuese una estudiante.

Perdió la cuenta del tiempo que pasó esperando en el primer puesto de la cola, pero la señora que tenía detrás se empeñaba una y otra vez en recordarle que estaba allí, en el edificio administrativo de la universidad. De vez en cuando sacaba un teléfono y se quejaba a gritos de lo mucho que tardaban en atenderlas (y con razón), del precio de la luz y el agua (y con razón) y de que la vecina del sexto tendía la ropa mojada y le deja su colada hecha un cirio (no sé si con tanta razón). A la mujer de la bufanda gris le costó mucho abstraerse y centrar su atención en unas curiosas manchas de humedad que había en el techo y se asemejaban, a su juicio, a la cara de Unamuno.

Cuando volvió a abrirse la ventanilla eran casi las dos de la tarde y faltaba apenas media hora para el cierre del edificio. La funcionaria, que era la misma que había cerrado la ventanilla hacía una hora larga, suspiró al ver la cola de gente y la serie de protestas que se oían desde el final del pasillo.

—¿Qué quiere? —preguntó entornando los ojos a la mujer de la bufanda gris. Ésta parecía no haberla oído y miraba fascinada unas manchas en el techo, —señorita, ¿qué quiere? ¿Qué ha venido a hacer? —insistió.
—Eh, esto… ¿Cómo? —contestó la otra volviendo de su letargo.
—¿Qué ha venido a hacer? ¿Qué quiere?
—He venido a buscar la traducción de mi certificado de Licenciatura, el apto para Europa. Se supone que está en inglés. Y un bloody Mary si no es molestia, gracias. Con apio si es posible, por favor, —respondió con candor.
—Aquí no servimos bebidas.
—Pero su compañero tiene una cocteler…
—Que no servimos bebidas, —la interrumpió, —dígame su nombre, DNI y fecha de nacimiento y buscaré su certificado, ¿en qué fecha lo solicitó?
—Hace quince días.
—Eso no es una fecha, ¿cómo decía que era su nombre? —mientras la funcionaria buscaba entre las carpetas, la mujer de la bufanda gris pensó que tal vez debería abandonar toda esperanza y salir corriendo de aquel infierno de calor y burocracia, le dio por imaginarse que el infierno era así y luego pensó que no, que eso era mucho peor; al menos en el infierno tienes todo el tiempo del mundo
—Señorita, —sentenció con retintín la funcionaria ignorando que su interlocutora gruñía por lo bajo un "señora, por favor", —necesita usted un traductor jurado para que redacte una serie de asignaturas que no vienen en nuestro formulario oficial para la traducción de títulos, —la mujer de la bufanda gris pestañeó confusa.
—¿Para qué?
—Usted, señorita, —insistió, —ha cursado una serie de asignaturas para las que no tenemos traducción. Necesita los servicios de alguien que las traduzca para que podamos ponerlas en su título oficial.
—Yo soy traductora.
—¿Y a quién le pasará la factura por sus servicios? Mire usted que a la infanta la trincaron por hacerse facturas a sí misma… —asintió muy convencida la mujer mientras la cadenita de la gafas le bailaba de un lado a otro.
—¿Es realmente necesario? ¿Cuánto se paga a un traductor?
—Pues súmele unos doscientos euros por los honorarios, el desplazamiento…
—¿Y no puedo traducirlo yo misma?
—Me temo que no.
—¿Tiene que traducirlo aquí o sirve que lo traiga yo sin más?
—Con que traiga la factura sirve, —la mujer de la bufanda gris la miraba totalmente incrédula y la señora que tenía detrás en la cola gritó que si era para hoy, que los demás también querían hacer sus gestiones, que llevaban más de una hora esperando. Mientras tanto la funcionaria de la ventanilla decidió que era la hora de cerrar y dando un golpetazo en la ventanilla afirmó categórica:
—Vuelvan ustedes mañana.

Si no fuera porque nuestra protagonista tenía ya bastante experiencia en estas lides, se habría marchado de aquella sauna lo más rápido posible. Había perdido la mañana pero no la guerra. Esperó pacientemente en la puerta trasera a que la gente fuera desalojando el edificio mientras comía un plátano que había sacado de su cartera. Cuando la mujer de la ventanilla salió, nuestra amiga dejó caer descuidadamente la piel de la fruta al suelo justo debajo de los pies de la funcionaria. El suelo estaba mojado y facilitó las cosas y la buena señora se llevó un buen coscorrón. El golpe no era grave, claro, pero sí lo suficientemente doloroso como para no asistir al trabajo al día siguiente. Por fortuna nadie vio cómo la mujer de la bufanda gris se escabullía entre las sombras riéndose quedamente como un niño que acabara de hacer una travesura. Se miró las manos con incredulidad infantil y decidió que a partir de entonces usaría la suerte en su favor.

La verdad es que no había sido nada difícil, el problema con la suerte, el destino y esas cosas es que nadie sabe muy bien qué son y por eso nadie los usa como le conviene. La mujer de la bufanda gris se había dado cuenta de que manipular estos hilos sencillamente formaba parte de lo que se conocía vulgarmente como magia. Claro que no era tan simple como decían los cuentos infantiles, ni tan bello como decía la poesía y, afortunadamente, no solía traer consecuencias terribles que se profetizaban en las agoreras historias tradicionales. Tampoco hacía falta usar objetos, ni ayudas, ni sacrificios. Es posible que algunas de esas cosas ayudaran pero desde luego, necesarias no eran; tan sólo había que encontrar el reborde justo de la realidad y tirar. Bueno, tirar no es una palabra precisa para esta acción concreta pero no se me ocurre ninguna mejor para definirla.

jueves, 29 de mayo de 2014

Romper el Círculo.


La primera vez que subí este "cosa" se lo dedicaba a Pablo, él ya sabe por qué.

No sabía muy bien cómo había llegado al coche. Recordaba salir de casa temprano y tener la intención de trabajar duro en su proyecto un día más. Era un día de los buenos. De los días en los que la esperanza parece brillar al final de no se sabe qué; de los que se tiene la sensación de que todo saldrá bien al final sin comprender muy bien cómo. Oirían su voz, todo el mundo la oiría. Si cambiaba algo o no, él habría cumplido con su parte. Y entonces sonaron pasos en su espalda, muy ligeros. Alguien lo abrazó desde atrás y un olor extraño en el trozo de tela que le cubrió nariz y boca fue lo último de lo que tuvo conciencia.

Despertó en medio de bruma y sintió que estaba en movimiento, al abrir los ojos la luz le entró hasta el fondo del cráneo como una saeta en llamas. Creyó oír una voz desde el lado opuesto al habitáculo en el que se hallaba que decía algo así como que si ya estaba despierto o algo parecido, no fue hasta una media hora más tarde cuando pudo hacerse un cuadro de lo que había pasado en realidad.

Tenía las manos sujetas en la espalda con lo que al tacto le parecían unas esposas y alguien se había molestado en sentarlo dignamente en el asiento trasero de un coche que no lograba identificar. Desde luego no era un experto en coches y desde su punto de vista parecía un coche normal sin ningún distintivo, no era un híbrido, eso sí podía decirlo y por el ruido del motor, éste iba con gasoil. La pegatina en la esquina derecha de la luna frontal decía que tenía que pasar la ITV ese mismo año en noviembre. Llevaba puesto el cinturón de seguridad y cayó en la cuenta de que sus pies también estaban atados; al mirar abajo descubrió una soga sintética verde, azul y amarilla. De fondo sonaba el equipo de música con algo que no logró identificar. La letra decía algo como: it’s making me smile the way that you move, so hidden…

—Buenos días, princesa, —dijo de nuevo la conductora del vehículo. Desde su posición y mirando en todos los espejos interiores del coche podía ver que era una mujer vestida de oscuro con gafas de sol de esas que usan los aviadores. Llevaba el pelo, oscuro y rizado, recogido en una trenza que le caía por la espada. Nariz recta, piel clara y salpicada de pecas. No era bueno calculando edades pero tendría más o menos su edad, quizá algo menos. 
—Esto es un secuestro, si no conoces la ley, —alcanzó a decir titubeante. 
—Claro que es un secuestro ¿por quién me tomas? —su voz era suave y melódica, tal fuera más joven de lo que parecía desde atrás, —es un secuestro y podrás irte cuando hayamos terminado. Ni antes ni después. 
—¿Podré… irme? ¿Terminado? —la bruma en su cabeza se disipaba poco a poco. 
—Podrás irte, sí. Cuando nos hayas escuchado. 
—¿A quiénes? 
—¡A nosotras! 
—¿…Nosotras? 
—¡No! No nosotras, —soltó el volante con su mano derecha y trazó un círculo en aire abarcándolos a los dos, —a nosotras, —se señaló a sí misma y luego fuera. —Tú ya te oyes bastante a ti mismo, ahora te toca escucharnos. —No supo qué decir ni estaba seguro de haber entendido qué quería decir la misteriosa joven. El paisaje le era familiar, estaban saliendo de Madrid, con suerte su imagen quedaría registrada en alguna cámara de seguridad y darían con él si la cosa se ponía fea. Aunque no estaba muy seguro de cuánto tardarían. 
—¿Dónde vamos? 
—A casa. 
—Mi casa no queda por ahí, —la mujer se rió con ganas aunque sin malicia y se limitó a responder que la casa estaba en nosotros. Cosa que no entendió. Seguramente fuese una cita de algo. Desde luego no había surtido ningún efecto ya que él no la había reconocido si era lo que se suponía que debía hacer. 
—¿Tienes miedo? —le preguntó al cabo de un rato con su voz dulce y carente de matiz perverso. Tenía acento del norte. 
—¿Debería? —inquirió; ella volvió a reírse en el mismo tono y pisó un poco el acelerador. No quería cederle nada a su secuestradora. 
—No, supongo que no, —lo miró por el retrovisor del centro por encima del cristal de sus gafas. Tenía los ojos oscuros. Lo más probable es que desde fuera del coche no se notase que iba prisionero, pero podría gritar y pedir ayuda en algún puesto de peaje si es que paraban en alguno. Y ciertamente no tenía miedo, no mucho. Un poco, tal vez. Ella no parecía peligrosa pero eso era precisamente lo inquietante de la situación no sabía a qué atenerse. No era la primera vez que le amenazaban por algo -era parte de su trabajo, la parte desagradable-, aunque técnicamente ella no le había amenazado con nada aún, sin embargo las otras veces sí sabía lo que iba a pasar después. Ahora, en cambio, se sentía en paz pese a todo, como si hubiera dejado de importarle lo demás. 
—Mientes, pero tú sabrás. Si paso por el peaje… ¿Gritarás? 
—Creo que sí. 
—Has dicho que no tenías miedo. 
—No me gusta que me lleven contra mi voluntad. 
—Si paramos y te suelto… ¿Intentarás huir? 
—Supongo que sí, claro. Creía que había quedado claro lo de “contra mi voluntad”. 
—Si te hubiera preguntado no habrías querido venir. Siento que hayas pasado miedo, era necesario. Si te sirve de consuelo barajé muchas opciones y la que usé es la única que no implicaba sangre.
—Yo creo que te habría escuchado si me hubieses preguntado, —la mujer volvió a reírse franca y sonoramente. 
—Claro que me hubieras escuchado pero no habría servido de nada. Así, al menos pensarás más en lo que dices y haces al respecto. Tendrás tiempo y nos escucharás y nos verás. A muchas, —suspiró, —entonces ¿no te suelto? 
—Puedes probar, pero intentaré escapar. 
—No quiero hacerte daño. Me echarían la bronca si llegas herido. 
—¿Quiénes? 
—Las demás. 
—¿Y quiénes se supone que son “las demás”? —esta vez no hubo risa pero la intuía silenciosa en el fondo de su cabeza. 
—Eres un listillo. Supongo que te lo han dicho unas cuantas veces. 
—Unas cuantas, sí. 
—Pues tendrás que esperar. Paciencia. Lo sabrás cuando llegue el momento etcétera. Esas cosas que se dicen para tranquilizar a la gente, you know
—Sé defenderme, tú también te harás daño. No es mi primera pelea.
—Bueno, la mía tampoco, —la vio sonreír y mirarlo por encima de sus gafas oscuras de nuevo y esta vez sí sintió miedo. Ella tomó un desvío y se salió de la autopista. 
—El camino largo entonces, —suspiró.

Perdió la cuenta del tiempo que llevaban en la carretera, sólo sabía que era de noche. Y que iban en dirección norte. Habían parado en un área de servicio solitaria y se había servido el combustible ella misma, se alejó para pagar unos minutos pero tuvo la precaución de dejar el coche cerrado. No tenía sentido escapar. Se había quedado callada y no había vuelto a soltar prenda en horas. De vez en cuando lo miraba por el espejo retrovisor aunque no tenía ni idea de qué le pasaba por la cabeza. La vio volver desde la caseta de la gasolinera y cómo se estiraba antes de volver a sentarse al volante y poner la llave en el contacto. No era más grande que él pero tampoco más pequeña, seguramente pesase algo menos pero parecía en forma cosa que él no podría compensar. En la camiseta de algodón de tono oscuro alcanzó a leer el título de una novela de Ray Bradbury. Se convenció de que no tendría sentido oponerle resistencia, además llevaba todo el día en la misma postura y empezaba a resentirse. —Necesito ir al baño, —le dijo cuando salieron a la carretera. 
—¿Mucho?

Asintió.

—Entiendo. —La carretera era de doble sentido y de vez en cuando había árboles, se desvió por un sendero que debía conducir a alguna casa solitaria y aparcó en la cuneta. Al abrir la guantera, la mujer sacó un arma automática que no logró identificar. Un escalofrío le recorrió la columna. Las armas significaban que iba en serio. Ella salió del coche y le abrió la puerta, desató su cinturón de seguridad y lo sacó del coche con bastante facilidad. Le temblaban las rodillas y hacía frío. El coche era gris oscuro casi negro, un modelo común popular por su precio económico, su madre tenía uno igual en otro color. Un detalle le llamó la atención: los cristales de la parte trasera estaban tintados, era posible que no hubiera quedado registrado en ninguna cámara si ella había sido lo bastante cuidadosa.

—No pienso soltarte, tendrás que apañarte como puedas. Te ayudaré si lo necesitas. —La miró de cerca y le pareció más joven de lo que había pensado. Olía ligeramente a perfume. Procuró que todo fuese lo más rápido posible aunque no le apremió, no podía verla estando a su espalda pero le pareció que intentaba respetar en cierto modo su intimidad y que le resultaba tan incómodo como a él. Cuando terminaron volvió a meterle en el coche y colocarle de nuevo como si no estuviera maniatado. Ella volvió a sentarse al volante y sacó el coche de nuevo a la carretera secundaria por la que circulaban. Suspiró y encendió la radio. 
—¿Falta mucho? —si bien no se había asustado mucho al principio, el hecho de que fuese totalmente de noche empezaba a inquietarlo y el silencio que su secuestradora había mantenido casi todo el viaje no contribuía a tranquilizarlo. 
—No. Ya casi estamos. Una hora o dos como mucho. 
—Me duele todo. 
—Lo sé, pero no me fío de ti. 
—Yo tampoco me fío de ti, —la mujer dejó escapar una carcajada. De algún modo extraño, cada vez que se reía tenía la sensación de que todo saldría bien y al mismo tiempo le inspiraba cierto temor, como si no pudiese controlar nada nunca más, como si nunca lo hubiese controlado. 
—Tú no tienes que fiarte de mí. Estás a mi merced. Puedo hacer lo que quiera contigo, —sonrió sólo a medias. 
—No todo lo que quieras, —ella volvió a reírse. Y él se sintió ridículo, lo estaba mirando por el retrovisor otra vez y se reía mucho, con los ojos también. Notó cómo se le subía el color a las mejillas. 
—No voy a hacerte daño. Te lo prometo. 
—No te creo, —maldito fuera, otra vez, se sentía pequeño y ella sonría divertida, debía parecerle patético intentando mantener una compostura que hacía tiempo que había perdido. 
—Bueno, hasta ahora no te he hecho nada. 
—¡¿Qué?! —la voz le salió muy aguda y se le quebró, —m-me has metido en un coche, atado y drogado y… ¿cómo te atreves? —esta vez no se rió pero tampoco le pareció que su expresión fuese de preocupación. Sin embargo no contestó ni hizo además de tener intención de hacerlo. —Ya no te ríes tanto, ¿eh? 
—Oye. No hago esto por gusto. Ya te he dicho que lo pensé mucho, no sabía qué otra forma podía emplear sin que dejases de tomarme en serio o me escuchases con atención. Además ellas querían hablar contigo en persona. —Él se revolvió en el asiento trasero intentando acomodarse. ¿Arrepentimiento? ¿Podría insistir…? 
—¿Quiénes son ellas? 
—Lo verás cuando llegue el momento.
—Eso no inspira mucha confianza…
—Mira, chaval, seré muy clara: lo que tú pienses, sientas o te cosquillee en el cogote no es asunto mío. No tengo que demostrarte nada… —esta vez fue ella quien se sonrojó. Sus palabras habían sonado resentidas y era consciente de ello, había dejado entrever más de lo que le hubiera gustado, estaba seguro. 
—¿Es tu primer secuestro? 
—No, —la afirmación no admitía réplica. Categórica y segura. Firme. Y qué voz tan melódica, seguro que contaba unas historias dignas de ser oídas. No supo muy bien por qué había pensado eso en aquel momento. 
—¿Por qué yo? 
—¿No lo sabes? ¿No puedes imaginártelo? —el tono volvió a ser jocoso, otra vez para ella era evidente algo que se le escapaba. 
—¿… es por…? —preguntó con cautela. 
—Sí. Y no. Es por eso, pero no somos quienes crees. No creo que sepas nada de nosotras… A no ser que hayas leído el Libro y eso no es posible: el Libro lo tengo yo. 
—¿Qué? ¿Qué libro? No es por… ¿No? 
—Sí. No escuchas, ¿no te oyes? Estás aquí por lo que crees. Sólo… Olvídalo, esta vez he sido yo quien se ha pasado de lista. Lo entenderás todo a su debido tiempo.

A medida que había ido avanzando la noche, el paisaje había empezado a cambiar a su alrededor. Los faros dejaban entrever un intrincado panorama arbóreo a ambos lados de la carretera que poco a poco se había ido convirtiendo en un sendero. Tenía muchísima sed y hambre. Ella lo miraba de vez en cuando, debía saberlo sin duda pero no había vuelto a abrir la boca desde la última confrontación y él ya no tenía ánimos para indagar más en los motivos que podía tener esa mujer para llevarlo atado en el asiento trasero de su coche. Suspiró sin querer.

—Ya casi estamos, —aseguró desde el volante su acompañante. Al empezar a anochecer había sustituido las gafas de aviador por unas de ver y empezaba a fruncir el ceño como si ya no pudiese forzar más la vista.
—¿Dónde estamos? —murmuró. 
—Cerca. ¿Ves aquel carbayu? El que más sobresale a la izquierda —señaló un punto incierto en el paisaje, —ahí es. 
—No sé qué árbol es ése, —musitó, —tengo mucha sed. 
—Un roble. Sé que tienes sed. Y hambre, probablemente. Cuando lleguemos, aguanta, serán unos minutos, —sonaba tan confiada que decidió creer que decía la verdad, además quería creerlo de veras. Estaba muy cansado y quería acabar con aquello cuanto antes. Ella le había prometido que lo dejaría libre, ¿no? ¿Y si mentía? ¿Y si no volvía a ver nunca más a nadie? ¿Y si era lo último que iba a ver, la senda, los árboles, las nubes recortadas contra el cielo azabache por la luz de la luna llena? Se sintió desfallecer y el coche aminoró notablemente y finalmente se paró en un claro. 
—Aquí es, —la mujer se bajó del coche y abrió la puerta trasera para desabrochar su cinturón. Se sentía muy débil y ni se movió mientras ella apoyaba las manos en su cuello para, supuso, tomarle el pulso. Las tenía frías. 
—Estás hecho una porquería, la madre que te parió, —comentó en un tono jocoso que lo sacó de quicio, —yo pensaba que aguantarías más. Y eso que no te he hecho nada. 
—Vete a la mierda, jodida loca, —esta vez sí se rió con esa risa suya tan inquietamente luminosa. —¿Insultos? Esperaba más de ti, —se sacó una navaja de cazador del bolsillo trasero del pantalón y sin darle tiempo a reaccionar, cortó la soga que le ataba los pies. —Eres libre. Yo cumplo mis promesas, —comentó mientras abría lo que comprobó que eran unas esposas, —ahora te daré agua; tengo en el maletero y algo de comer también. Si quieres.

Cambiar de postura fue un alivio y un dolor. Ahora era libre, instintivamente miró en el asiento delantero donde ella había dejado el arma automática pero no la vio. Las llaves tampoco estaban en el contacto. 
—Si la estás buscando, está en la guantera, —la oyó decir, —está descargada pero podrías dejarme inconsciente de un golpe, supongo. Espero que no lo intentes, no creo que lo consigas. —Volvía con una botella de agua y un paquete de galletas que le tendió, —aquí tienes. Puedes beber tranquilo, no está envenenada, —sonrió, —si quieres puedo beber yo antes.

»¿A quién mierdas le importaba ya si estaba envenenada o no? ¡Tenía que escapar! Bebió. Tras los primeros sorbos se sintió muchísimo mejor aunque hinchado. Ella estaba abriendo las galletas con la navaja pero levantó la vista en el momento en que él evaluaba cómo podría hacer para derribarla y salir corriendo. 
—Puedes irte si es lo que deseas, claro, —le sostenía la mirada con firmeza, como si a través de ella pudiera disuadirlo, —pero me gustaría que me acompañases. 
—¿Acompañarte? ¿Dónde? No te conozco de nada, ¡ni tú a mí! ¿Por qué iba a hacer algo así? ¡Me has drogado para traerme aquí! 
—Cierto. Aún tienes miedo. 
—¿Miedo? ¿Miedo? ¡No sé lo que tengo! Lo que sé es que estoy hasta las pelotas de esta chorrada. Estás como una cabra y no tengo nada que ver con tu juego de loca, —ella parecía muy tranquila, quizás si la empujaba… 
—Ni se te ocurra. 
—¡¿Qué?! 
—Empujarme. Lo estás pensando, me estás evaluando, —suspiró, —sólo quiero que me escuches y me ayudes con un asunto. Después te llevaré donde quieras y fingiremos no habernos visto nunca.
—¡Estás loca! 
—Es posible, eso no lo voy a negar. Pero hago esto porque me importa mucho. —señaló el tronco de un árbol enorme al final del claro, —más allá de ahí puedes entrar solo pero nunca llegarás al mismo sitio que si cruzas conmigo. Estás convencido de que estoy loca y lo entiendo. Esto, supongo, tampoco ayuda a que me creas. —Lo miró fijamente, —si sigues solo, probablemente te pierdas y te hagas daño, o te encuentre un oso o lobos. Con suerte alguien te encontrará y serás noticia por haber sido hallado vagando solo por los Picos de Europa. 
—¿Esto es Cantabria? 
—No, —frunció el ceño, —¡claro que no! Se supone que es Asturias, pero a partir del roble puede no serlo. 
—Ya…

La mujer tensó su postura, tomó aire y murmuró que le habían advertido que era muy difícil que lograse traer a alguien, que el círculo era eterno y que no podía romperse. Otras antes lo habían intentado y nunca había salido como pretendían. Tendría que intentarlo de otro modo. No. No podía dejarse vencer tan fácilmente. 
—Estás chiflada. —Ella decidió ignorarle y avanzó ligera, casi flotando hasta el borde del claro donde la maleza se espesaba hasta formar una maraña intrincada que prohibía el paso con espinas y zarcillos. Aún llevaba el cuchillo en el bolsillo trasero del pantalón. Con parsimonia la vio separar las ramitas con las manos hasta formar un pequeño túnel por el entrar al bosque. No sabía qué hacer. ¡Las llaves del coche! ¿Dónde las había dejado? No las veía por ningún sitio. Se puso en pie con dificultad ya que aún tenía las piernas doloridas, el estómago le rugió con ferocidad. Decidió coger el arma que había en el asiento delantero por si acaso pero pesaba mucho y no tenía dónde guardarla para que no le entorpecieses en caso de lucha. Era bastante consciente de que no tenía las de ganar. Había dejado el maletero abierto y el paquete de galletas yacía junto a lo que –con horror comprobó- parecía un enorme cuervo muerto.

Cuando la mujer oyó sus pasos a la espalda, se volvió como un rayo y lo miró inquisitivamente, como evaluando cuáles eran sus intenciones. La luz de la luna le daba un tono pálido a su piel que parecía brillar en la penumbra. Él deseó tener una linterna a mano para ver qué había al otro lado del agujero en la maleza. 
—Tenemos que ir juntos. Si no te perderás, —susurró. Ahora que lo había soltado parecía haber perdido toda la seguridad que había emanado durante el trayecto como si hubiera perdido la energía o la fe o quién sabía qué. O tal vez fuera la luz. De cerca era un poco más baja que él y los hombros, algo huesudos, se agitaban con su respiración nerviosa y un poco entrecortada. No podría asegurarlo pero la trenza se le había deshecho y yacía despeluchada a su espalda. Tras mucho pensarlo, le tendió una mano de dedos largos y delgados que a la luz de la luna parecían de otro mundo. 
—¿Dónde me llevas? 
—Al Círculo. Ellas necesitan verte aunque no estoy segura de qué quieren de ti… de mí, de los dos. O… No estoy segura. Pero tienes que entrar conmigo si no, no llegarás. 
—No entiendo, —oyó su risa tintada esta vez de nerviosismo, histeria quizá. Algo raro le pasaba a aquella muchacha, eso estaba claro. Ella suspiró largamente como armándose de paciencia. 
—Si te lo explico tardaremos mucho y se hará de día. Entra. Entiende solo y si no entendemos nada, intentaré que comprendas lo mejor que pueda, —no estaba seguro pero creyó verla sonreír. 
—No puedo ir sin saber más. 
—Claro que puedes, —sin previo aviso, lo agarró de un brazo y tiró hacia el túnel de hierba. No opuso resistencia apenas pero tampoco colaboró. Ambos cayeron al otro lado y ella se puso en pie rápidamente, en guardia.

Algo había cambiado. No sabría decir qué, le dolía un costado con el que se había golpeado al caer, tenía la boca llena de hierbajos. Trató de no emitir ninguna queja que delatase lo débil que se sentía.

La luz. La luz era distinta sin duda, era más clara. Seguía siendo de noche, se percató al mirar las estrellas pero se veía mejor, más claro. Rodó sobre sí mismo y a duras penas se puso de pie. El túnel había desaparecido y no quedaba ni rastro de la entrada que su acompañante había abierto minutos antes. 
—¿Dónde… Dónde estamos? —le dolía todo y tenía más hambre que nunca.
—Supongo que ahora ya podemos... —la trenza se había deshecho del todo y la melena oscura y rizada se movía suavemente como mecida por una brisa que él no lograba sentir. 
—Podemos qué. 
—Hablar. 
—¿De qué? —la mujer volvió a reírse cantarinamente, como si hubiera recuperado las fuerzas por arte de magia. 
—De por qué estás aquí, Alberto, —se sobresaltó al oír su nombre, al fin y al cabo ¿quién era ella? ¿Cómo se llamaba? ¿La esperaba alguien en algún lugar fuera del claro?
—Sabes mi nombre, —dijo sin saber muy bien por qué. La esperada carcajada no se hizo esperar.
—Claro que lo sé. Te he traído hasta aquí yo ¿recuerdas? —recordaba el viaje envuelto en la bruma de un sueño, como si no hubiera ocurrido de verdad. Tan sólo hacía unos instantes, en realidad, desde que ella lo había liberado. Aún le dolían los músculos, las articulaciones. —Fue fácil dar contigo. Eres un nombre. 
—¿Un nombre? 
—Sí, uno que la gente conoce. Es fácil dar contigo, no tuve casi que esforzarme, usé internet y allí estaba todo. En la misma página de tu proyecto. Nombre, apellidos, lugar de trabajo… El resto fue coser y cantar. Te guste o no, eres público. Tu ámbito personal es político, querido, —se volvió sonriendo. 
—El tuyo también. El de todo el mundo. 
—Ya, ya, no me vengas con tecnicismos. Me entiendes perfectamente. No te he traído aquí para que me hables de teorías filosóficas, ni de historia contemporánea. 
—Soy profesor de historia, —sentenció sin poder evitar el tonillo pedante. Ella se volvió airada y contuvo una respuesta que no supo muy bien si hubiera sido ofensiva, mordaz o simplemente reveladora de algo que era obvio que no quería que él supiera. Se relajó un poco, «paciencia» se dijo, «se distraerá y tendré mi oportunidad».
Lo cierto, si tenemos que ser sinceras, es que Alberto Fernández Sastre, que es así como se llama nuestro héroe no tenía ni idea de qué podía hacer y qué le iba a ocurrir. Puedo asegurar sin duda que su espíritu aventurero y un poco inconsciente se había visto movido por la curiosidad y había decidido que la misteriosa mujer que lo acompañaba no era demasiado peligrosa. Por supuesto, había pensado que a la pobre le faltaba un tornillo o dos pero bueno había cosas peores en el mundo y quién sabía, tal vez aprendiera algo. Desde luego su plan para acabar con el Mal bien podía esperar un día o dos porque si nadie se había molestado en erradicarlo podían esperar un poco más.

La mujer le ayudó a levantarse y sin dejar de agarrarle el brazo delicada aunque firmemente, lo arrastró hacia la espesura.