jueves, 5 de junio de 2014

Algo como el Formulario A38.


La mujer avanzaba por la calle con la cabeza gacha, muy pegada a los vetustos edificios de la universidad porque llovía a cántaros y no tenía paraguas. Tampoco es que le hubiese servido de mucho dada la circunstancia ya que además de la lluvia que amenazaba tornarse nieve, el viento soplaba como hacía meses que no lo hacía. En resumen, era una soberana tontería llevar un paraguas porque hubiera acabado volando o roto, además nuestra protagonista iba envuelta en varias capas de ropa de las cuales una bufanda gruesa y gris la protegía de las inclemencias del tiempo. De debajo de la lana sobresalía un mechón oscuro y rizado que se agitaba en la dirección que marcaba el vendaval. Llevaba en bandolera una cartera marrón.

La puerta del edificio administrativo pesaba mucho y no quedaba claro si abría hacia dentro o hacia fuera. De hecho tenía dos puertas, una de las cuales estaba cerrada con llave aunque la mujer de la bufanda gris no lo sabía y tiraba empecinada hacia dentro y hacia fuera sin resultado alguno. Alguien salió por la puerta del lado contrario y entonces fue cuando con un gruñido de enfado entró en el hall.

Casi no tuvo tiempo a desenfadarse ya que una oleada de calor la golpeó sin previo aviso obligándola a quitarse una a una las prendas con las que iba forrada. La bufanda, el abrigo, una chaqueta gruesa, una chaqueta más fina… Hasta que quedó en camiseta. Su camiseta rezaba “proper tea is theft” y tenía una taza de té negro estampada. Finalmente limpió de lluvia los cristales de sus gafas con el borde de la prenda dejando al descubierto parte de su vientre. Varios estudiantes que salían la miraron mientras ella trataba de agarrar toda su ropa y su cartera. Probó de varias maneras y fue dejando desperdigado por el pasillo parte de su vestuario. Un chaval de unos veinte años recogió algunas prendas y se las acercó, ella parecía no haberse dado cuenta y rebuscaba en la cartera -que se había empapado con la lluvia- mientras juraba a media voz cosas que no puedo poner en este sitio tan fino. La señora que estaba delante de ella la miraba de reojo y aguantaba las ganas de santiguarse ante tamañas blasfemias.

Tras un tiempo que le pareció eterno, le llegó por fin su turno en la ventanilla. La funcionaria le pidió amablemente que esperase unos momentos puesto que era su hora del descanso y debía, por ley, salir del recinto y beberse una taza de café. En realidad no es verdad… La funcionaria sencillamente cerró la ventanilla y sentenció que en unos momentos la atendería una compañera, al cerrar se la oyó comentar que se iba a tomar el café y que si alguien se iba a con ella para tener conversación. Al menos tuvo la decencia de no clamar por un buen té, también es cierto que en España no se estilan estas bebidas.

Nuestra heroína esperó delante de la ventanilla cerrada preguntándose cómo era posible que hubiera tanto calor en el edificio administrativo. Sentía ganas de abanicarse con algo y optó por hacerlo con una carpeta plastificada que extrajo de su cartera a tal fin. Mientras, podían observarse a los miembros de cuerpo de funcionarios hablar por teléfono, teclear en sus ordenadores o abanicarse. No podría asegurarlo pero creyó ver cómo uno de ellos se hacía un margarita en una coctelera. La mayoría vestían prendas de verano y tenían las mejillas arreboladas de la temperatura de la sala. Detrás de la mujer de bufanda gris se estaba formando una cola de personas de lo más variopintas y una chica con aspecto desvalido intentaba sacar agua de una máquina expendedora sin éxito, seguramente fuese una estudiante.

Perdió la cuenta del tiempo que pasó esperando en el primer puesto de la cola, pero la señora que tenía detrás se empeñaba una y otra vez en recordarle que estaba allí, en el edificio administrativo de la universidad. De vez en cuando sacaba un teléfono y se quejaba a gritos de lo mucho que tardaban en atenderlas (y con razón), del precio de la luz y el agua (y con razón) y de que la vecina del sexto tendía la ropa mojada y le deja su colada hecha un cirio (no sé si con tanta razón). A la mujer de la bufanda gris le costó mucho abstraerse y centrar su atención en unas curiosas manchas de humedad que había en el techo y se asemejaban, a su juicio, a la cara de Unamuno.

Cuando volvió a abrirse la ventanilla eran casi las dos de la tarde y faltaba apenas media hora para el cierre del edificio. La funcionaria, que era la misma que había cerrado la ventanilla hacía una hora larga, suspiró al ver la cola de gente y la serie de protestas que se oían desde el final del pasillo.

—¿Qué quiere? —preguntó entornando los ojos a la mujer de la bufanda gris. Ésta parecía no haberla oído y miraba fascinada unas manchas en el techo, —señorita, ¿qué quiere? ¿Qué ha venido a hacer? —insistió.
—Eh, esto… ¿Cómo? —contestó la otra volviendo de su letargo.
—¿Qué ha venido a hacer? ¿Qué quiere?
—He venido a buscar la traducción de mi certificado de Licenciatura, el apto para Europa. Se supone que está en inglés. Y un bloody Mary si no es molestia, gracias. Con apio si es posible, por favor, —respondió con candor.
—Aquí no servimos bebidas.
—Pero su compañero tiene una cocteler…
—Que no servimos bebidas, —la interrumpió, —dígame su nombre, DNI y fecha de nacimiento y buscaré su certificado, ¿en qué fecha lo solicitó?
—Hace quince días.
—Eso no es una fecha, ¿cómo decía que era su nombre? —mientras la funcionaria buscaba entre las carpetas, la mujer de la bufanda gris pensó que tal vez debería abandonar toda esperanza y salir corriendo de aquel infierno de calor y burocracia, le dio por imaginarse que el infierno era así y luego pensó que no, que eso era mucho peor; al menos en el infierno tienes todo el tiempo del mundo
—Señorita, —sentenció con retintín la funcionaria ignorando que su interlocutora gruñía por lo bajo un "señora, por favor", —necesita usted un traductor jurado para que redacte una serie de asignaturas que no vienen en nuestro formulario oficial para la traducción de títulos, —la mujer de la bufanda gris pestañeó confusa.
—¿Para qué?
—Usted, señorita, —insistió, —ha cursado una serie de asignaturas para las que no tenemos traducción. Necesita los servicios de alguien que las traduzca para que podamos ponerlas en su título oficial.
—Yo soy traductora.
—¿Y a quién le pasará la factura por sus servicios? Mire usted que a la infanta la trincaron por hacerse facturas a sí misma… —asintió muy convencida la mujer mientras la cadenita de la gafas le bailaba de un lado a otro.
—¿Es realmente necesario? ¿Cuánto se paga a un traductor?
—Pues súmele unos doscientos euros por los honorarios, el desplazamiento…
—¿Y no puedo traducirlo yo misma?
—Me temo que no.
—¿Tiene que traducirlo aquí o sirve que lo traiga yo sin más?
—Con que traiga la factura sirve, —la mujer de la bufanda gris la miraba totalmente incrédula y la señora que tenía detrás en la cola gritó que si era para hoy, que los demás también querían hacer sus gestiones, que llevaban más de una hora esperando. Mientras tanto la funcionaria de la ventanilla decidió que era la hora de cerrar y dando un golpetazo en la ventanilla afirmó categórica:
—Vuelvan ustedes mañana.

Si no fuera porque nuestra protagonista tenía ya bastante experiencia en estas lides, se habría marchado de aquella sauna lo más rápido posible. Había perdido la mañana pero no la guerra. Esperó pacientemente en la puerta trasera a que la gente fuera desalojando el edificio mientras comía un plátano que había sacado de su cartera. Cuando la mujer de la ventanilla salió, nuestra amiga dejó caer descuidadamente la piel de la fruta al suelo justo debajo de los pies de la funcionaria. El suelo estaba mojado y facilitó las cosas y la buena señora se llevó un buen coscorrón. El golpe no era grave, claro, pero sí lo suficientemente doloroso como para no asistir al trabajo al día siguiente. Por fortuna nadie vio cómo la mujer de la bufanda gris se escabullía entre las sombras riéndose quedamente como un niño que acabara de hacer una travesura. Se miró las manos con incredulidad infantil y decidió que a partir de entonces usaría la suerte en su favor.

La verdad es que no había sido nada difícil, el problema con la suerte, el destino y esas cosas es que nadie sabe muy bien qué son y por eso nadie los usa como le conviene. La mujer de la bufanda gris se había dado cuenta de que manipular estos hilos sencillamente formaba parte de lo que se conocía vulgarmente como magia. Claro que no era tan simple como decían los cuentos infantiles, ni tan bello como decía la poesía y, afortunadamente, no solía traer consecuencias terribles que se profetizaban en las agoreras historias tradicionales. Tampoco hacía falta usar objetos, ni ayudas, ni sacrificios. Es posible que algunas de esas cosas ayudaran pero desde luego, necesarias no eran; tan sólo había que encontrar el reborde justo de la realidad y tirar. Bueno, tirar no es una palabra precisa para esta acción concreta pero no se me ocurre ninguna mejor para definirla.