miércoles, 21 de mayo de 2014

La constante de Norrell.


Siempre he sido una mujer muy descreída y por este motivo creo que no me sorprendió la fortuita casualidad de encontrármelo ahí en medio a todas horas. Sí, estaba ahí ¿y qué?, pensaba ingenua de mí. Al fin y al cabo la red es tan caótica como anárquica y sin sentido: las coincidencias surgen muchas veces fruto del azar y no van dirigidas por una mano invisible que, dado el momento, pueda tener más o menos poder. Además, ¿quién era yo? Una mujer normal en medio del caos, una persona con sus sueños y esperanzas diminutas como parte de la marabunta invisible que somos la mayoría de las personas. ¿Por qué iba a sucederme a mí? Y sin embargo allí estaba él, mirándome desde otro lado. Casualidad. Empecé a inquietarme cuando apareció en una ventana de una de las redes sociales en las que participo. Casualidad, volví a pensar. Los círculos, pensé. Son los mismos círculos, aficiones parecidas; tal vez gente en común, esa teoría sobre los seis grados de separación, me decía. Apareció muchas otras veces en muchos otros sitios, como por casualidad, pero siempre él. A veces tenía la sensación de que nos conocíamos desde hacía mucho, de que en realidad éramos viejos amigos del colegio, del instituto o de la universidad, antiguos compañeros de trabajo o quién sabe qué. Pero no. No nos conocíamos de nada. Nunca interactuamos tampoco. 
Cuando me llamaron para aquel oscuro trabajo, digo oscuro porque pese a que era muy deseado, era totalmente inaudito ya que yo no lo había solicitado -aunque estaba entre mis planes hacerlo a medio plazo-; su presencia se hizo más patente en mi vida. Ahora vivíamos en la misma ciudad. Para ser sincera, no había cambiado nada en su presencia en mi vida pero la repentina mudanza me hacía saber que estaba más cerca, que podía cruzármelo por la calle cualquier día y que yo miraría a otro lado y él sonreiría porque sabría sin duda que yo también la había visto y estaba disimulando. Al principio me lo tomaba como una broma porque aún no habíamos tomado el mismo metro a la misma hora, leyendo el mismo libro. Y sería casualidad, claro. La paranoia fue subiendo día a día cada vez que pisaba la calle pero al no suceder ninguno de los tan temidos encuentros, fue deshaciéndose en el tiempo hasta que yo me reía de mí misma por imaginar que alguien podía tener en cuenta mi existencia para algo más que ser figurante en las historias de los demás. Recuperé el buen humor y realmente estaba contenta con la oportunidad laboral que se me había brindado. Quizás las oportunidades existieran para un ser tan gris y pequeño como yo.

Y un día sucedió. No fue como yo lo había imaginado, claro. La realidad suele superar a la ficción cuando pone empeño en ello, es una jugadora implacable. Volvía a casa y era otoño. Los días eran cada vez más cortos y el tiempo ya era frío de verdad, aquél en concreto era neblinoso como no suelen serlo en esta horrible ciudad. Fue un instante. Apenas había gente en las calles y yo llevaba las manos metidas en los bolsillos, heladas. La bufanda me cubría el rostro hasta la nariz y el gorro de lana hasta las cejas, yo miraba al suelo pero guiada por no sé qué intuición levanté la vista y mis ojos se cruzaron con los suyos. Así sin más. Un relámpago. No miré atrás, continué mi camino a casa despacio, con el corazón desbocado y un silencioso grito de terror recorriéndome por dentro. Cerré la puerta con llave y la atranqué con una silla de la cocina. Bajé todas las persianas y apagué la luz. No quería que me viera, no quería que viera mi debilidad. El episodio de pánico fue cediendo y de nuevo, mi vida recobró la naturalidad. No se produjeron más encuentros en las siguientes semanas y pude volver a ser la que era en mi casa, en mi trabajo y entre mis amistades y personas conocidas varias.

Un buen día oí ruidos en el piso de al lado. Su inquilina, una mujer mayor propietaria de cinco gatos, se mudaba con uno de sus hijos para poder vivir más cómoda el resto de su existencia. Parecía muy feliz. Lo cierto es que me alegré por ella, hoy en día es difícil encontrar hijos dispuestos a cuidar de sus progenitores así, sin más, motu proprio. Me ofreció adoptar uno de sus mininos y acepté al más joven del quinteto: ella lo había llamado Norrell, un ejemplar gris y muy elegante. Norrell y yo nos caímos bien desde el principio, él entendía mis estados de ánimo y me dejaba en paz cuando quería estar sola. A cambio sólo pedía su ración de comida y que le rascase la tripa de vez en cuando. Nunca fue un gato especialmente cariñoso y yo se lo agradecía. Sin embargo, también entendía que había algo más a mi alrededor, como un aura extraña. A las pocas semanas de mudarse mi vecina volví a oír ruidos en la vivienda contigua. Norrell estaba inquieto y erizaba el lomo cada vez que se oía como en el piso de al lado colocaban un cuadro o arrastraban un mueble. Por supuesto yo me negué a entender lo que mi gato había comprendido desde el primer momento. Los seres humanos somos así de tontos. Un día me crucé con él en el ascensor y mi mente se resignó a creer por fin aquello que Norrell había preconizado, sin embargo me hice la fuerte y aguanté su presencia como si no sucediera nada, como si fuera lo más normal; casi estuve tentada a preguntarle si nos conocíamos de algo.

Terminé por acostumbrarme a su presencia, al fin y al cabo las personas somos así y él jamás dio señales de saber quién era yo. Cuando me dieron un puesto mejor en el trabajo me mudé y a mi gato no le gustó la idea así que se fugó en busca gatas o gatos o lo que quiera que le gustase al condenado.

Las redes sociales de mi anterior vecino se vieron de repente inundadas por la presencia de una extraña mujer que le parecía conocida, amiga de amigos tal vez, aficiones o gustos parecidos. Se sintió extrañamente observado aunque su mente de científico se negaba a creer que todo ello no fuera fruto de una casualidad. Una ominosa casualidad pero casualidad al fin y al cabo. Los círculos, supongo que pensó. Son los mismos círculos, aficiones parecidas; tal vez gente en común, esa teoría sobre los seis grados de separación, se decía a sí mismo el pobre hombre. Volvimos a vernos cuando le dieron un trabajo mejor y se mudó. Su gato me resultó vagamente familiar.

A veces todo se resume en círculos dentro de círculos que se cortan con otros círculos en uno u otro segmento pero la estructura sigue ahí: volviendo sobre sí misma en un eterno ir y retornar.

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